Desprendimiento del concepto “España” entre los pueblos ibéricos
Gonzalo Barrena.
El Fielato, 10 oct 2020.
El concepto “España”, junto a “monarquía” o “constitución”, compone un importante alijo intelectual de la derecha-país. Como la gomina, como la banderita en el reloj, como todo ese discurso febril que conduce de vuelta hacia el universo zombi del franquismo.
Porque “España”, como concepto, se reduce a Castilla más ignorancia, con un salpimiento de internacionalismo nacido en el 98 y Unamuno al frente del error, que pagó amargamente por haber confundido la semilla de la fe con los huevos de la serpiente. Y eso que murió antes de saber que Mientras dure la guerra (Amenábar, 2019) se compondría de cuatro décadas de crimen contra medio país y otras cuatro de impunidad y olvido que llegan hasta hoy.
Ese reducto de pensadores y lectores del 98 español no se percata de que a la espalda del mito no hay más patria que el castellano, preciosa lengua y verdadero suelo por el que merece la pena luchar ahora, con toda la Educación del país de botellón bilingüe, pensamiento simple donde los haya y deterioro cierto para la lengua que comparten los pueblos ibéricos. La formación en castellano, valiosa mesta de raíces latinas, vascas, árabes y hermanas romances, ha sido la única mena de poetas, andaluces o no, que merece el nombre de patrimonio común, el único lugar digno, junto con la infancia y sus lenguas, para el concepto de patria. El resto es Historia de España y, por lo tanto, un cuento contado como interesa al poder, en este caso un mito monobloque generado por Castilla y alimentado por el inconsciente visigodo de sus monarcas, pasado a limpio por Sánchez Albornoz y manoseado por Francisco Franco hasta hacerlo indigerible para el resto de los pueblos peninsulares.
La península política estaría mejor nombrada como Iberia, aprovechando la claridad del castellano y la fatuidad de la mercancía “España”, curiosamente presentada hoy como “marca”, lo que acredita su condición de entelequia e idéntico atributo que poseen también las especies “Transición” y “Constitución”, sus hermanas metafísicas más recientes.
De modo que “España”, Transición” y “Constitución”, ante la que por cierto nos abstuvimos tantos, vienen siendo utilizados en el blanqueo de crímenes y robos perpetrados por una minoría que aprovechó la postguerra -vamos a dejar atrás el golpe y la contienda- para asesinar desde 1939 hasta Martín Villa, encausado hoy desde Argentina y vergonzosamente respaldado por media docena de cómplices en la desmemoria, disfrazada de Constitución.
Constitución que nos endosó a todos monarca sin preguntar y prolongó la alfombra de impunidad desplegada por el Régimen. Al pueblo llamado español le escamotearon la ruptura con el legado del dictador, indiscutiblemente legítima, y el falangista Adolfo Suárez se acomodó en el centro del tapiz, mutado en demócrata a una velocidad estelar tras arrinconar a los padres menos presentables de la Patria, como hacen esos prometidos de buen casamiento que ocultan a sus parientes más bizarros, desanimándolos a la boda. La novia de la democracia, muerta de miedo cultivado durante una represión sostenida, accedió al apaño con los beneficiarios de la dictadura, y toda la España republicana se desposó con sus depredadores. Lo de republicana quedó atrás, como apellido de soltera, y la mitad conservadora del país se quedó con el sustantivo, España a secas. Y a tontas y a locas nos colaron en la Europa de los Bancos cantando el himno de la Transición y amnistiando “realmente” en las urnas a golpistas, cómplices y represores de toda laya con cuatro décadas de ilegitimidad en su haber.
En 1981 la fantochada de Tejero, internacionalmente ridícula, legitimó por crowfunding al astuto monarca, quien esa noche abjuró -tarde y de aquella manera- de sus generales, después de testar dónde estaba más segura la corona heredada del “caudillo”, su antecesor en el trono.
Desde 1982 en adelante, se reforzó la estafa; y con ayuda del cloroformo destilado en la bodeguilla de Felipe y Compañía se adormeció por años la conciencia y derecho -a hablar siquiera- de República.
Y así llegamos al presente covid tras demasiado tiempo de desmemoria que conviene revisar, máxime ahora que los jinetes de Abascal, quinto intelectual del Régimen, cabalgan de nuevo envueltos en el rojo y gualda de la Constitución. Que no son ni demonios, ni pajes de la pandemia, ni el anticristo chino que la fundó: son España, la de siempre, esa reserva metafísica que les pertenece entera, monarca incluido y acompañado de Letizia, una antigua presentadora de televisión. Y como a esa periodista, Letizia Ortiz Rocasolano, que decidió interrumpir la voz que abría los telediarios cambiando por una corona su libertad, al pueblo supuestamente español le invitaron a callar cualquier deseo de República. La periodista, acompañando en silencio desde entonces el paso de su adusto marido, dejó a las mujeres del reino una retro-lección impagable sobre la emancipación, con estilo, ropa y modales de Betsy Blair en Calle Mayor (Bardem, 1956).
Y el pueblo, con el birlibirloque del bienestar y tan engañado como ella por los truhanes evolutivos del tardofranquismo, aplazó sine die su irrenunciable derecho a elegir jefe de Estado. Y bien entrenados todos en el arte de callar, quedó sepultado el momento de discutir en libertad el mapa político de Franco. En la fantasmagoría de la Constitución, apareció el par “nacionalidades y regiones”, y con el Senado como tierra prometida, las autonomías de tapón y los crímenes de ETA, se encerró en el armario de la transición el muerto territorial.
Y el mito de España se propagó entre las Comunidades con asimetría -muchos catalanes cómplices- y discreción de corredor en Bolsa. En el interim, sólo entraban en éxtasis con el nombre del Estado los nostálgicos de cuartel o los patriotas de camiseta, a razón de la clasificación en los Mundiales, pero nunca, nunca jamás, consiguió pronunciarse “España” como consenso entre los pueblos peninsulares.
Por ello viene siendo tan adecuado, como diagnóstico, “El laberinto español” (Gerald Brenan, 1943) o veinte años antes, la “España invertebrada” (Ortega y Gasset, 1921), donde se reconoce ya desde el título la imposibilidad sustantiva y la liquidez del concepto. Que ha sido, desde el origen, un mito gótico, rentabilizado por Castilla, adobado con interés borbónico, impuesto por la ensoñación franquista y rematado con estupidez de súbdito hasta el 2020, cuando el ciudadano despertó del Covid y la España de los dinosaurios seguía ahí.
Y ahí estamos ahora, con el ciudadano Felipe en pleno Edipo y la derecha-país dramatizando, confundiendo el independentismo con la tectónica de placas, y la Historia con la histeria, al igual que hizo el propio Ortega, introductor de ese espectro en el mentidero conservador: “El imperio español continúa despedazándose hoy península adentro”.
Pero las cosas no son así, porque la “España” patriotera, la obsoleta monarquía, la transición amnésica y la Constitución entendida como megalito, no son más que mitos y zombies a la espera de razón y República entre los pueblos ibéricos.
Más Portugal.