Cuando Sindulfo Vega emigró a La Argentina, se dio cuenta de que la geografía nunca repite el mismo suelo aunque el cielo sea común. Él era oriundo de Amieva y extrañaba los cuetos de Pierzu, la ería de Cirieñu, los invernales y el relieve, cosas que uno puede llevarse consigo en la imaginación, pero no en el bolsillo.
Así que en uno de los viajes entre la patria chica y la tierra que le daba de comer, decidió meter en la maleta de vuelta algunos compañeros vegetales. Las plantas, hijas del suelo, jamás se emancipan de él, pero sirven a quienes se mueven y hacen paisaje. Sindulfo metió en la maleta un árgoma, un helecho y dos esquejes: uno de pescal y otro de ablanu.
La maleta era de cruzar mares, con hebillas y correas que cinchaban su alrededor para descartar la apertura involuntaria, y en ella viajaron las cuatro plantas camino de Buenos Aires, antes de que las leyes se pusieran torpes para el tráfico individual. Pero no queda en Amieva nadie que sepa dilucidar por qué eligió Sindulfo aquellas plantas concretas, más allá de los piescos o las avellanas si las varas llegasen a prender.
Nadie sabe a ciencia cierta, qué pensaba obtener con el árgoma y el jelechu, especies dueñas de les cuestes de Pierzu de las que Sindulfo, como cualquier campesino de Las Asturias no podía declararse otra cosa que adversario, más allá del rozu pa mullir en tiempu de corte. Quizá la infancia, y con ella la tierra recordada: “el trabajo de los críos vale poco, pero quien lo desperdicia está loco”, se decía, cuando en los veranos de herba, a los rapaces, se les encomendaba retirar árgomas y jelechos de los marallos.