Sobe VOX. Gonzalo Barrena.
La entrada de Vox en el Parlamento de Andalucía, con 12 diputados flamantes, ha provocado la histeria en el oeste político peninsular, por no emplear un término “izquierda”, posiblemente exhausto en el bien entrado ya siglo XXI.
En las tabernas de Bruselas, el espacio español era conocido como “la isla” antes de la emergencia de Vox. Lo denominaban así por la ausencia de la extrema derecha en la representación política oficial. Desconozco si desde el domingo andaluz continuarán denominándonos así, pero al margen de los estereotipos, que acompañan al ser humano desde la Atenas democrática, hay algo que no encaja en la sala de diagnóstico: ¿400.000 votantes ultras en el mediodía peninsular?. Y además así, brotando de repente, como orcos que trepan del inframundo… Algo fue mal, como dicen ahora las pantallas de los ordenadores cuando se interrumpe la serie esperable de sucesos. Detengámonos a reflexionar.
Si Vox y sus partidarios fuesen lo que se dice de ellos, habrían de sentarse en un banquillo en lugar de un estrado, no podrían presentarse a ningún comicio y deberían ser perseguidos incluso entre el maíz del pensamiento transgénico. A mí, que me crié en el Madrid de la transición, con miedo fundado a los cerebros peinados, a aquellos guerrilleros de Cristo que, con cadenas y nunchacos, amedrentaban a la izquierda emergente, me cuesta asimilar el fenómeno de Vox como un rinascimento de aquellos demonios. Por eso desconfío de los líderes que alertan y meten miedo -vaya izquierda- apropiándose culturalmente de las peores herramientas del conservadurismo español. Ningún devoto del pensamiento crítico cree en el demonio, y el primer mandamiento de la dialéctica prescribe “no exorcizar”. Ay la izquierda decimonónica, que cumple siglos sin espabilar y que se pregunta cómo nos puede nacer este engendro sin darse cuenta de que los tres primeros puntos del programa político de Vox están extraídos, por ingenuidad del propietario, de su propio patrimonio: 1. Tarjeta sanitaria única; 2. Desaparición del estado de las autonomías; 3. Abolición de la ley de violencia de género. Total, 12 diputados en Andalucía y prepárense para la verdadera fiesta nacional.
No quise abundar en el programa de Vox, por miedo al viento que sopla de Estocolmo, pero me bastaron esos puntos, como el tono de su líder, para percibir que tenemos enfrente a un adversario, no a un demonio. Y para percibir que su éxito cunde en los campos del desacierto propio. Defender la posición propia con insultos -“fascista” lo es- supone profesar la religión de las descalificaciones, hacer lo mismo que Federico Jiménez Losantos cuando confunde malo con venezolano, cuando ve por todas partes comunistas con cuernos y rabo, y cuando lo vocifera sin otro objetivo que amedrentar. La pasada noche andaluza, cuando todos pudimos comprobar que las encuestas las carga el poder y la realidad dispara a su bola, demasiados políticos renunciaron al análisis y apelaron al miedo. Intentaron sobrecoger a los abuelos, hicieron ouija con los espíritus de postguerra y se desarmaron intelectualmente a si mismos. Menuda izquierda.
Camaradas, un poco de por favor: reconozcamos para empezar las reglas del juego. Si no eres un robot y haces clic en la casilla que pregunta ¿Eres demócrata?, si pasas esa pantalla, entonces habrás de admitir que nadie puede expulsar a otros del tablero, y la posibilidad de que cualquiera te derrote. Es más, para quienes seguimos las estrellas fugaces en la interminable noche del neoliberalismo, la derrota es lo habitual. Por tanto, a qué viene tanta impostación, como si el status quo no nos haya deparado otra cosa que beneficios. ¿Llega alguien nuevo en el horizonte?….tranquilos: el problema ya estaba aquí. Como mucho, con la gente de Vox, no llega otra cosa que el diagnóstico de la propia inoperancia, el reconocimiento de que una izquierda meme y emoticona ha dado la turra de tal modo que las clases populares huyen en desbandada de su catecismo, y que el discurso de Vox es tan solo un país de acogida para la consecuente estampida de votos. Y ante eso ¿qué se puede hacer?.
Primero, serenarse, que no llega el fin de los mundos ni resucita Adolfo. Después, autocrítica generada con lucidez y sin trampas en el solitario. Dejar descansar a la gramática, aligerar el discurso, sacudirse el azote del lenguaje inclusivo y demás liturgias, y luchar por una inclusión de verdad, por los derechos en profundidad de las mujeres y de los hombres. ¿Quién paga la cotización de las embarazadas?, ¿Usted?: no. Pues entonces. Ése es tan sólo un ejemplo de la desorientación que sufren los luchadores por la igualdad. Que lo son.
Después, si alguien denuncia, como hace Vox, la duplicidad del gasto en las administraciones, y quiere cargarse el estado de las autonomías, pues quizá tenga razón. Pero a eso se contesta, desde la izquierda, con la propuesta limpia y olímpica de: “República Federal”, y no se abunda en el patrioterismo “constitucionalista”, máxime cuando la Constitución del 78 no fue otra cosa que blanqueo del franquismo y el enterramiento cómplice del derecho natural a elegir “república”. Un birlibirloque en el que Santiago Carrillo y el ignoto PSOE de entonces participaron culposamente.
Y dos cosas más para terminar suavemente: si alguien propone corregir la ley de prevención de la violencia de género con la etiqueta “violencia intrafamiliar”, quizá lleve razón, y habrá que dársela sin dejar por ello de escrutar la violencia sobre las mujeres y continuar promoviendo la igualdad. Y si un programa arranca con el axioma “Tarjeta sanitaria única” -un mandamiento de la ley del dios izquierdista- no cabe otra cosa que añadirle lo de “universal”. Y así es como se afronta la acción de un adversario, pues los dragones no existen y en este mundo no hay otro demonio que la precariedad.
Señores adversarios en el juego político, personas de Vox, confío en llevar razón en el análisis, y que en el futuro político que se cierne sobre todos, ustedes contribuyan a despejar con su acción el miedo cerval de la demagogia.