Café posmoderno
Gonzalo Barrena.
Una joven de veintitantos, de esas que andan por casa en Navidad y el resto del año por Europa, deambulaba por la cocina buscando una manga de café. Qué cosas.
Hace décadas que se usa molido, y viene ésta a desempolvar los modos, re-aprendidos en esas latitudes frías donde se conservan los alimentos tanto como las costumbres. La rapaza trastea en las encimeras, chocando cazuelas de peltre y dejando caer algunas tapas con estruendo. Tiene que haber una por aquí.
Hace tiempo que no inunda la casa el olor a café de puchero porque las italianas se lo quedan todo para si, rápidas, comprimidas, pensadas para días sin horas. Con lo que en la casa, desde el siglo pasado, que también fue el siglo del peltre, no se escucha el zumbido espacial del molinillo, anticipando el olor. O la película, porque los molinillos fascinan a los críos con ese algo que tienen de R2C2.
Sin embargo, y aunque proliferen las cápsulas, el café es el resultado de una infusión, no un alunizaje. Como no daba con ella, la muchacha salió a por una manga como las que se usan en los Erasmus, donde se toman muchas infusiones y siempre se aprende algo. Llevaba el vestido negro, sinuoso, respetuoso con las formas de su cadera. Desde la ventana, él recordó los cánones de la familia, que se propagan obstinadamente en el tiempo. Sólo los tenis blancos -y alzados- indicaban los felices 20 en que acabamos de entrar, y que la chica disfruta en Edimburgo, donde no te meten preso por votar ni la derecha hiperventila como en ésta su España.
Volvió la joven, hirvió un litro de agua, lo volcó en el puchero, agregó cuatro cucharadas y lo dejó reposar todo dos minutos y un poco más. Un aroma de Abisinia colmó la estancia diciéndole cosas antiguas al cerebro, activando esa sensación profunda que se despereza con el tueste de cualquier almendra o con los hornos de pan.