El mueble-bar
Las sociedades emergentes se maquillan, se entaconan, intentan elevarse un poco por encima de la ola que las envuelve, buscándole la ventaja al viento. Se pudo ver en las películas del neorrealismo italiano o en las barriadas del Avilés industrial donde crecimos tantos. En aquel tiempo de Sica y Berlanga, el suelo proletario adquiría un brillo burgués, acentuado con cera y bayeta, y casi todos los hogares tenían un mueble-bar.
¿Quién convenció a los españoles de que la postguerra laboral había terminado y de que, en el tiempo obrero, se abría un hueco para el tintineo de los brandys?. Posiblemente la misma propaganda que blanqueó los delitos de Franco con el mito de la Transición y el invento de la UCD, otro artilugio de movimiento suave. El “centro político” brilló fatuo en el entreacto aunque se abandonó pronto, una vez que el régimen del dinero, a sus anchas desde el fin de la Guerra Civil, se acomodó tras la comparsa del bipartidismo. Y así tiramos décadas, entretenidos por la alternancia, hasta que llegó la indignación del 15 M.
Entonces, inquietos los dueños de la cosa ante la mera posibilidad de no ganar tanto, construyeron un nuevo aparato de ilusión política, el flamante partido de los Ciudadanos. Y brotaron del suelo, como por encanto, Rivera e Inés, dos chicos guapos y cabezudos en la procesión de las ensoñaciones ibéricas.
Sin embargo, en el culebrón político que nos entretiene desde entonces, con el poder en pura disputa, la derecha se abizarró y redescubrió el filón venezolano, mucho más bolivariana ella que el adversario. La sobreactuación prosperó a costa de los modales y, como en el Gran Levovski, la falange auténtica le dijo a Rivera “vete, no te quiero ver más, tu revolución se acabó”. Y el centro político se cerró con la discreción de los mueble-bares.
Reconozco que el mecanismo de bandeja y deslizamiento con que las copas se aprestaban a la mano, aprovechando el espacio contenido de los domicilios, era fascinador. Y no solo para los niños, que con todo derecho se dejaban imantar por la mecánica, sino para toda aquella España adolescente embriagada por el desarrollo. Quizá una pérdida doble, la del mueble y partido, si se acanalla el voto y triunfa ese estilo cayetano de comerse crudo al adversario.