Gonzalo Barrena
En el bar, el público de macropantalla esperaba con ansia el enfrentamiento entre el Liverpool y el Madrid. Hacía calor, la cerveza rodaba y una pareja se besaba con intensidad en los minutos previos al encuentro. El amor, el fútbol y el momento atizaban el horno de aquellos besos en medio de la expectación general. Un adolescente, que reparó en la concentración de la pareja, picó al de al lado con el codo, derramándole la bebida. Dos exabruptos y el partido comenzó.
Mayo terminaba sofocante y se veían muchos tatuajes sobre pieles aún sin tostar. Únicamente los brazos de paleta y andamio, como los del joven que se besaba, traían bien tomado el sol. Un pendiente circular, la camiseta y el modo de empuñar la jarra de cerveza, certificaban al joven dentro del pueblo que trabaja y vive el fútbol con pasión. Tanta que, cuando comenzó el partido, se abrió un hueco indiscutible entre él y su novia, partiéndole el corazón a favor de la hinchada. ¿Por qué el fútbol despierta tal adhesión?.
Los negocios se desenvuelven en medio de la niebla. La política al uso, también. Y los que trabajan apenas tienen tiempo para seguirla, ni humor para soportar la “lengua de madera” de los telediarios, seca y torpe, carente de sentido entre quienes acaban la jornada con el cuerpo cansado. En cambio, el fútbol es transparente. En la final de este sábado todos veían los aciertos, los fallos, cómo jugaba cada quién y especialmente el belga Thibaut Courtois, con treinta años recién cumplidos, despejando. En las antípodas de la política, cuando alguien no funciona en el campo, todo el mundo lo percibe y el responsable va al banquillo. Por el contrario, en el palco del poder, los errores van a cuenta del pueblo y la famiglia hereda solamente los privilegios.
Por eso abajo, sobre el césped, donde los gladiadores se juegan la vida -profesional- a cada encuentro bajo la mirada cínica de oligarcas y reyes, su lucha compone durante 90 minutos la realidad y sueño de los hinchas.