Cereceda

La conductora del Twingo cruzaba los casares de Cereceda camino de su lugar. Envarada por el collarín, apenas podía ver las yemas de los fresnos, el árbol del pastor, a punto de saltar la cinta de la primavera. La rapaza iba un poco mermada por el dolor cervical, aunque en el estoicismo nuevo se sabe que el dolor -si no te lleva- es una fuente de conocimiento.

Y la chavala, que salió con media salud de aquella clínica -aunque media salud sea toda, como dicen los viejos- subía ahora las cuestas asturianas que merodean su casa, tierra rampante, y con la mera ayuda del ibuprofeno disuelto en humor, rodaba entre las pomaradas y los pueblos, ajenos hoy completamente al arte de cultivar.

Pasó la tierra de los cerezos, que están en sus días de flor, rebasó los pomares, como se dijo, y se enveredó hacia la solana clara de La Nozaleda, lar de su casa, como si la región entera hubiese concentrado allí la manía de poner a los sitios el nombre de quien les da sombra. Y el caso es que al circular bajo ellas, era como si se curara.

Así que, cuando escuchaba en la radio el rosario de la crisis, le entraban unas ganas irresistibles de plantar para seguir dando razón a los topónimos, y poder engancharse a la idea de resurgir que, como cada marzo, prende entre los vegetales.

Por eso, cuando pude columbrar contra la ventana, arrebolada de vez en cuando por el sol del este, a la muchacha del Twingo que acompañaba, y cuando la vi silabear una liviana por encima de la prótesis, entendí que el sol, el humor y los frutales son formas antiguas de curación. Y quizá por esa sensación queden prendidos en el nombre de los sitios.