Orbayu

En ciertos vehículos que se despachan ahora, un dispositivo de sensibilidad ante la lluvia dispensa a los conductores de despejar el cristal. Las máquinas continúan asumiendo las tareas que declina el hombre sin despreciar ninguna, y se hacen cargo ya desde el parabrís de interpretar la llegada de la lluvia, su incremento o su deceso.

Pero hete aquí lo que dice el mecánico: que el orbayu los vuelve locos, que la redecilla impresa sobre la luna se confunde con el meteoro y el mecanismo responde a tontas y a locas, sin acertar la cantidad de agua que suministra -cuando orbaya- el cielo cantábrico.

Que salvo el deformado “llovizna”, el castellano no tenga un término propio para ese modo de llover, quizá se deba a que la lengua se comporta allí tan tajante como el clima, y que de León para abajo, o llueve en modo y manera o no se nombra por despreciable la llegada del agua: en la meseta no caben las estaciones intermedias, y se vuela como vencejo entre la estación fría y el cielo abrasador, resultando toda Castilla, si no ancha y una, a lo sumo dos.

A cambio, la España verde tiene tanta gama en lenguas y geografía como en tiempo, siendo frecuente que el clima de valles vecinos entre en contradicción, y que por ello resulte muy apropiado un plural como el de Las Asturias.

A su vez, de todos los modos de llover el más plural es el del orbayu, término escurridizo al castellano y fenómeno que la electrónica global no encaja bien: las escobillas responden tarde a la lluvia imprecisa; o a bandazos, como si alguien chivase de repente al sensor sobre la propiedad “calabobos” que tiene ese agua.

Y ése es el acierto de las lenguas vernáculas: adelantan a las universales en la vecindad de las cosas, dominan por ende los fenómenos locales y, cuando ni llueve mucho ni poco, empapa sin avisar y se desquicia la robótica, sus hablantes tienen algo singular que decir.