San Antonio
Pasó el fuego y pasó el santo, pero al compás de las hogueras siguen creciendo los días hasta San Juan, los más cortos del mes, los del año y el término de la estación. Las cuestas se atiborran de rozu, y no es difícil apretar un carru con esa amalgama basta de vegetales que tamizaban los suelos de las cortes.
La noche del domingo, en el robledal, dos hombres hincaban las palas por tradición en el bálago. Arrancaban a cada vez un hato de secambre, llevándolo en volandas hasta la hoguera para que ardiera allí sobre las caras del concejo.
Son momentos tranquilos, silentes, en los que caben el pensamiento y la reflexión mientras caminan al cielo las pavesas. Cuando una ola de calor inunda las caras, los cuerpos se ven obligados a retroceder, mientras continúan los ruidos naturales, compuestos de conversación sostenida, voces solteras y la tarea crujiente del fuego calcinando árgoma.
De repente, alguien que ya presume salta la hoguera, y se revuelve el aire con murmullos y ascuas que persiguen su figura. Las pupilas de los niños alimentan su identidad, las madres temen, los paisanos miran, y alguna moza rompiente asocia el salto y la presunción con otros fuegos, interiores, naturales, implacablemente eficaces.
Estas noches, como las que cierran el año, llevan consigo un nosequé de comienzo, como si fuera obligado rendirles un culto que, si no, haría los días y los meses, insoportablemente regulares. Por si acaso hay que ir siempre.