París

El presidente francés, quizá no sólo, ha tomado la decisión de bombardear el suelo de los que han promovido la masacre de París. La opinión pública, estremecida, piensa en espasmos, conteniendo los sentimientos y la respiración.

Y la sensatez no logra abrirse camino porque, en medio de la tragedia, es muy difícil pensar templadamente. Por ejemplo, ¿quién puede evaluar cuántos sirios tendrán carnet de inocentes bajo los aviones, o cuántos niños perecerán?. Ordenar el despegue tan sólo dos días después del crimen es algo que se hace movido por impulsos y poca razón: acallar la ira, orientar la opinión, y obedecer a los asesores, que siempre tienen un ojo en el lado económico de las tragedias.

Pero ni los jóvenes de Bataclán recuperarán la vida, ni entre los suyos disminuirá el dolor. Por lo que el presidente ordena el ataque sin la reflexión que tales actos exigen, e incrementa el sufrimiento de otra población mientras la rueda del odio da una vuelta más, ayudada esta vez desde El Elíseo.

Por contra, y de un modo muy difícil de entender, nadie apela a la ONU, ni se promueve un acuerdo urgente sobre los crímenes contra la humanidad, perpetrados ahora en su corazón ciudadano. Nadie señala la obligación colectiva de construir la paz, y los poderosos se vuelven sordos ante el clamor de un tribunal para los criminales. No vaya a ser.

En medio de tal situación, con los cadáveres sobre la acera y la lógica en fuga, el presidente español hasta diciembre sostiene torpemente que esto sólo se soluciona con un “acuerdo entre potencias”. Militares, entiendo, no cerebrales.