Soy un Rufián
Reconozco que soy un Rufián o que, al menos, me he reconocido en el estilo bizarro del catalán, cuyo discurso celebré mucho más que el de Los Otros (Los Otros, 2001, de Alejandro Amenábar). Lo disfruté incluso más que el de Garzón, a quien respeto por su estilo franco y suave, propio de los hombres dulces que están por llegar. Garzón encarna el bien y el tino, pero no me vale para lo que ando ahora, que vine a divertirme entre los míos, que son los rufianes, guapos en latino y con cierta querencia por el reñidero en si. Yo me casaría con Sol Sánchez o con Garzón, saben, porque son los buenos de 101 Dálmatas, pero reconozco que una noche de gatetes, rambla abajo, me acompañaría de Rufianes y cómplices de barrio, para cruzar disfrutando el callejero de la corrupción.
Así que, sin olvidar dónde está el bien, que vive al Sol y a Alberto, los verdaderamente nuestros, hoy me voy a cazar gatopardos con Rufián, la Cruella de Vil más interesante de los 350 diputados dálmatas (101 Dámatas, 1961, de Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wolfgang Reitherman, verdadera fuente fundacional del partido animalista).
Bueno, pues eso, que Rufián hablando en charnego, y de tú a tú, a la alta burguesía parlamentaria de Madrid, menos alta que la catalana, pero alta a pesar de todo, me sedujo: las formas anticorbata, el toque del hampa -prima carnal del proletariado- y sobre todo, la cadencia insultona con que se dirigió a sus señorías, oiga, ajustando cuentas a Rivera, que lo escuchaba con la carita pudorosa del empollón, o del chivato de la clase que sabe que la autoridad académica, siempre lacaya del sistema, lo va a defender.
Desde el jueves me considero con carné de Rufián por el mero hecho de haber contemplado la Investidura, acto falso donde los haya porque -se fijaron- nadie habla a nadie, sino a las cámaras, sabedoras todas sus señorías de que el hemiciclo es una hemiplejía, y la intención de voto dormita al otro lado de las televisiones.
Rufián hablaba a los chicos de camisa y casino con un lenguaje descarnado, criado en calles sin asfaltar y arrastrando una pronunciación de tango que no ha sido escuchada nunca aquí, oyes, donde las voces del pueblo se acallan a ruido de dietas y tablets, que lo alfombran todo en el mullido de la gentebién.
Porque hubo otro que estuvo sincero, Mariano, pero resulta difícil simpatizar con su estilo. Mariano tuvo la sinceridad del perdedor, amarga sinceridad con la que se despachaba con lengua vieja de La Toja, casino mediante, donde los crupieres se acanallan cuando se ven cogidos en un renuncio, como es el caso pasajero éste de las urnas del 20 D, donde los jugadores “a la confluencia” ganaron con su álgebra, demostrando que siempre hay un más allá de las máquinas, y que no hay mayor inteligencia que la del pueblo cuando se harta, o lucha de clases. Mariano estuvo sincero, sí, pero tan fuera de época como sus adjetivos de alcanfor. Hay que tener valor para exhibir términos como “rigodón”, siendo secretario de ese combo que baila el son de la corrupción sin despeinarse, y sin cambio de pareja porque ellos siempre le serán fieles al dinero.
De modo que me quedo con la chaqueta negra del charnego, con el luto de clase y el orgullo de haber levantado físicamente la burbuja que enriqueció a vaya usté a saber quiénes, pero todos franquicias de Franco o vecinos políticos del general. Rufián abrió con aire de mus negro, las ventanas del Congreso madrileño, en sesión más de otoño que de marzo porque, a pesar de los estrenantes y lactantes, el aire de esas cámaras sigue denso, con un un tufo de casta que el catalán, para mayor gloria del oxígeno, logró hendir un pessigui.
Con lo que hay que tener ilusión en el resquebrajamiento de España, como en la caída final de un imperio que viene cayendo desde aquel otro Felipe, a ver si logramos el capicúa republicano y en un golpe de mano se esfuma la corona. ¿No ven ustedes qué pantomima es eso de la corona, reprochándose unos a otros que si fuiste tú quien engañó al rey?. Ahora simulan los bandidos de esta película que le van a preguntar su parecer al monarca, nombrado por Alberto con su apellido de verdad.
Los apellidos normales ponen a la gente en su sitio, mientras que la gente que se nombra con números romanos es muy difícil de alfabetizar, y ahí se nos cuelan en el estado reyes o papas o herederos de fortuna, por lo que siempre son preferibles los apellidos tipo “res-publica”. Y mejor los apodos, que son los apellidos fraguados en una vida sola de drama o acierto, y merecen por ello, como el de “Rufián” el mayor reconocimiento, revalidado el jueves con creces por el diputado, que hizo suyo -y mío, con todos mis respetos- un nombre a contra-casta, de esos que llevamos orgullosos todos los que no arrastramos números romanos o suizos, ni herencias pujolas, ni urdangarimos el erario público ni esquiamos en los paraísos de la no contribución.
Dios salve la lengua del parlamentario Rufián.