El Ángel Rufián
El apellido da casi tanto juego como el diputado, un insólito actor con más gracia que el resto de sus colegas en el arco parlamentario. Sus señorías son sosas y dóciles, aunque se comporten de modo faccioso con el adversario, gritando maleducadamente como si no hubiesen tenido maestros. Por el contrario, las pausas de Gabriel Rufián y el matiz acerado de sus intervenciones justifican el sueldo del parlamentario, oficio que consiste en hablar.
De ahí que este “gabriel exterminador” haya venido a posarse en el hemiciclo para inquietud de sus señorías, marcando unos tiempos verbales atestados de interrogación. El diputado de Esquerra es arrogante e interrogante, y aunque no tengamos vela en el entierro catalán de España, entendida como una, grande y gürtel, en cierto modo te sientes representado por quien no se amilana en el decir: las descalificaciones que salen de su retranca hacen justicia a una clase política en franca retirada ética. Alguien tiene que decir la verdad.
De modo que toda esa quincalla que se ha colado en el presente español, desde la presunta transición, está incómoda porque se ve reflejada en los espejos cóncavos del apellido, que el catalán lleva de familia y ellos de adjetivo. Por eso duelen las verdades de barquero que les canta el ángel Rufián. Éste que, sobre un fondo azul evasor y naranja de La China, exterminó en tres minutos de sinceridad y epitafio el socialismo de Felipe, mera palabra desnuda, mero nombre de la rosa en la Iberia de hoy.