Trevinca
En las montañas que forman el coro de Peña Trevinca, es decir, Orense, Zamora y casi Portugal, apenas hay vecinos y los vientos liman ellos solos el paisaje, como si fuera posible aún hacer las cumbres más romas, de tan viejas como son.
En el puente del Pilar, los pueblos de esa tierra reviven con las visitas, e incluso los más dejados parece que resucitan con los gritos de los críos entre los callejones, aunque las matrículas de los autos, que ya no ponen Oviedo ni Bilbao, denoten con otras pegatinas lo lejanos que son.
De modo que por los caminos del rural, en estos días de vacación, vienen a cruzarse personajes de tribus distintas, pues eso pasa entre los pocos que residen las aldeas y quienes llegan a ellas cruzando los puentes del calendario, siendo los unos y los otros cada vez más extraños entre si.
En uno de esos villares que reviven los sábados, como en toda la geografía durmiente del noroeste, una niña de nueve años y su madre recorrían la vereda entre la casa paterna y los escobales. Mira Laura, voy a enseñarte dónde cortábamos rama para tener algo con qué barrer. Y Laura, que se había criado ya entre el almidón de los rapaces nuevos y Bambi, formas actuales de la inocencia, se inquietó de pronto por el pasado, y lo unió a los estregales de la casa, con yunques aún, herrajes desconocidos y una vetusta arquitectura mirandesa, que igual se cuela en Portugal desde las zonas bables que viceversa. Y preguntó: oye mamá, entonces nosotros, que venimos de aquí, ¿somos pobres?. La madre dijo que no, que eran otros tiempos, hija, cuando la fortuna venía con los días y el tiempo de cada estación. Y que también entonces, cuando lamía el mismo viento los piornales y el pan era pan, también entonces éramos ricos, aunque fuese de una manera que ya no se entiende bien.