Mujer con caldero

No se si algún maestro holandés las habrá honrado. Seguramente. Pero en el museo de mi patria, que es la infancia, conservo la imagen de Maruja la del Colón (Llanes), subiendo del río con el caldero a rebosar de agua limpia sobre la cabeza.

Todo comenzaba al pie de la fuente: para almohadillar el peso y el hierro, las mujeres echaban el rueñu sobre el pelo, coronándose como verdaderas reinas de aquella labor. Después, se ayudaban a erguir la carga, y cobraban de repente aires de emperatriz. Hierática a la fuerza, con el único movimiento de los ojos en las órbitas [como en el manga] y si acaso una sonrisa dulce a los críos, Maruja, como todas, emprendía el sendero escalonado de la aldea.

En ninguna academia villana se enseñaba a caminar así, con un equilibrio llegado del cielo y de los noventa grados perfectos que la columna de la mujer guardaba con el pie, en un tránsito estudiado, ensayado mil y un mediodías de un tiempo sin grifos, donde el agua la daba la tierra por los bocales y no se arrimaba a las cocinas.

En las casas de entonces, el curso del día se estimaba por el nivel de agua limpia en las jerradas, pues el tiempo no tenía números sino tareas. Una de ellas era el caminar con peso; y así, cuando lo llevaban en la cabeza, aprendían las mujeres a tener la cara y la mirada altas, a templar los inconvenientes del suelo, que también era varón, y a elevarse por último como aves libres, en el instante astral y emancipador que percibe un cuerpo cuando posa.