La Tierra Apacible: diez años de UNED en la región
Con la comarca a punto de recibir las invasiones bárbaras, discurre la estancia tranquila de los cursos de verano de la UNED. Once años, diez ediciones, prueban el acierto del modelo “viaje más conocimiento”, tan antiguo, tan ensayado, porque el turismo de masas es otra cosa.
Medio centenar de personas, más o menos, recorren durante unos días los caminos que señala la Geografía entendida como ciencia. Una propuesta así es un éxito en si misma y un referente en el debate sobre el turismo de calidad.
En el turismo, como en la televisión, la cocina o los muebles, hay ritmos, hay preferencias, hay estilos. Pero en todos esos campos la urgencia está reñida con la calidad. Una región no se puede cocinar en segundos sobre placas de inducción, ni se puede pasar a la velocidad de la luz sobre los estratos, los pliegues de la tierra, el modelado glaciar. No se puede pisar un suelo hollado por dinosaurios sin percatarse. Hacerlo así no es turismo, es brutalidad.
En la recóndita playa de La Griega, pude escuchar de Luna Adrados la insólita explicación sobre la formación de una huella jurásica: una cadena de casualidades, todas ellas instantáneas, y millones de años de complicidad geológica posterior. Sus palabras eran claras, la huella… ostentosa, el mar y las rocas tan bellos como indiferentes a la interpretación. A través de los viaductos cercanos de la E-70, y con la misma indiferencia, miles de primates al volante recorrían el Cantábrico del Bidasoa a Finisterre. Sólo el detenerse a percibir, o conocimiento, combate la migración sin rumbo que aqueja como verdadero mal al turismo, un enfermo más del consumo de masas. Porque bajar el Sella en piragua produce un placer similar al de pescar a mosca seca en el río. Pero hacerlo un día cualquiera de agosto comienza a ser una conducta que sólo se justifica en la aglomeración. Y no podemos ser un género que se orienta por las colas.
En tres días de UNED, por ejemplo, más de cuarenta personas hilaron tranquilamente El Fitu con El Bustacu, a pie de Pienzu. El paseo es panorámico en su sentido literal: permite ver hacia todas partes. En la base del picu, el verde cultivado a diente por vacas y caballos. Al sur, toda la historia compartida por FEVE, el río Piloña y Les Arriondes. Al norte, el poblamiento intercalar de caserías y pueblos asturianos. Lastres al fondo, apretado colectivo que respira sobre el mar y vende a tierra lo que consigue, aunque ahora, una televisión destrozona amenace su nombre con una serie y un doctor. Y entre su litoral y la Parea Pierzu, todas Las Asturias que pintó Piñole, cuando había tiempo para percibir el paisaje sin consumirlo.
Parecido paisaje -que nunca igual- al de Cuera, El Mazucu y Los Resquilones, verdaderos puntos de vista para contemplar cuánta tierra se libró del urbanismo salvaje, a raya en la comarca desde que la sociedad civil puso coto a los desmanes. De ahí, la importancia universal de pisar la tierra con cuidado y conocimiento. Como ocurrió esta vez al pie del aguacate y museo, en Porrúa, donde un alumnado incondicional se puso a la vista y oído de las cosas que valen.
Sólo así, pero de golpe, se alcanza a entender el arenal de Santa Marina, La Guía y la bocana de un puerto (Ribadesella). Sólo desvíandose del carril se puede asomar uno al abismo geológico de La Cuevona, al arco de Caldueñín o a las sierras planas del Valle Oscuru y La Borbolla, Sólo así se puede disfrutar la tierra apacible o el verano, que viene aquí de la mano de la Universidad.