Ocho apellidos de aldea
En medio de tanto ajetreo, no nos estamos dando cuenta de la cantidad de personas que preguntan por “una casa con algo de terreno” para venirse a vivir aquí.
Se trata de un fenómeno nuevo, asociado a la dureza del vivir en la ciudades, a su carestía, a su falta de humanidad. El ordenador y la oficina en un cuarto también ayudan, y una tanda de vecinos nuevos, ajenos a la cantera, está llamando a la puerta del padrón de unos ayuntamientos tan viejos como perplejos.
Y nos vemos así, paralizados, sin entender bien la oleada de “refugiados del asfalto” que desanda el camino de los que se fueron, en una inmigración sin parientes. Hace décadas que se deja sentir ese latido, bautizado entonces y ahora como “neo-rural”. Algunas de las primeras parejas (los más estables venían con rapaces) han perdido ya el analfabetismo metropolitano y manejan a su modo el asturiano, con cierta torpeza para el neutro y los plurales, que siguen amartillando en “u”.
Pero al margen de ese acento urbano, muchos residentes nuevos ya siembran, ya recogen, ya venden en los mercados -digitales o vegetales- el fruto que han obtenido tras abandonar la corte. Ya echan humo sus hogares, como exigen las ordenanzas seculares para tener voz en las juntas.
Porque los ocho apellidos de aldea se alcanzan con residir, estar activo, acaldar las antojanas, ser buen vecino, educar -entre todos- a los rapaces, cuidar de los mayores, entender el paisaje y acudir cuando tocan a concejo, el modo local de estar online: metropolitan refugees, welcome.