Intoxicación
Era temprano para la noche, las doce o así, pero tarde para octubre, que empezó con sobredosis desde su día primero. Y también para la muchacha indigesta que, doblada por la cintura como sólo se pliegan las bailarinas, tendía el torso sobre sus propias rodillas, logrando una escuadra casi perfecta entre retortijones. El cuadro podría haber sido de P. McCarthy si no fuera por los colores apagados de la noche y el amarillo-bilis de unas farolas demasiado débiles.
El alcohol en cuerpos delgados y jóvenes es una cuchilla; y aunque la chica no perdía la consciencia, entrelazaba las manos con el pelo, ordenando a todos los dedos la sujeción del cerebro. No hay forma más destilada de arrepentimiento que la náusea, ni sensación más próxima la muerte que sus instantes. Es comprensible que Sartre haya titulado así -La náusea- su primera novela sobre la sinrazón de existir.
Y sobre la escena de la muchacha sentada sobre el taburete, a mitad de una calle despejada de coches para que el pueblo pueda consumir, se podían echar las cartas de un país tan ebrio de naciones como intoxicado de informaciones presuntas, con todos los articulistas preguntándose cómo hemos podido llegar hasta aquí. El delirio.
Entre las bellísimas piernas de la joven, triangulando rodillas juntas con tobillos abiertos buscando estabilidad, una mancha plural con el contorno propio de las penínsulas, se extendía a modo de mapa frente a sus ojos-labios. ¿Qué está haciendo la chica, papá?, preguntaba un niño de la mano.
– Está pensando, hijo; está pensando cómo se ha podido concretar así su independencia.