La lengua de los pomares
En el aula, una adolescente de pecas infinitas y con el nombre de Soledad, llevaba entre los apellidos un topónimo de tierra y frutales –Pumariega– que nunca volví a encontrar entre los pupitres. La muchacha lo llevaba con la misma naturalidad que la sonrisa, en una cara pinta la rama, plagada de bermeyinas y despejada de rencor como es de esperar en los tiempos nuevos. En la manifestación del sábado por la oficialidad del asturiano, volví a reconocer muchas cosas implícitas en aquel apellido.
Era Oviedo y 21 de abril: reciella, personas mayores, padres y madres con carrito, una bandera española, bandadas sindicales, mujeres en acción, gaiteros a esgaya, futboleros, artistas, gente con pinta de que y-os gusta leer, paisanaje vario y un reguero de mocedá, pasearon con naturalidad el burgo de Oviedo. A la espalda, iba menguando la Estación del Norte, con el reloj lingüístico detenido, para los asturianos, en las horas de la Transición. Dime tú por qué vamos a renunciar al modo llariego de nombrar, como si manzaneda, en castellano, hiciera una justicia mayor al nombre de Soledá; que por cierto, aquí acaba en vocal para que te pueda escuchar, si la llamas, desde las cangas de Ciudá-Naranco, ese barrio que ni los fantasmas de la ópera logran pronunciar en español.
Así que, como todos estos años de desmemoria anduvo pali que pali la lengua de los pomares, conteándose en maestros, cuatro rapaces y unos cuantos académicos en formación, pero sólo académicos los probes, pues se recibe la mani del sábado con natural sorpresa y alegría, y como una auténtica epifanía de los tiempos nuevos.
Bienvenidos todos a ello y también los políticos que, como arbeyos, acuden agora al platu de la oficialidá.