Unas acelgas. El Fielato, 27 mar 2019.
Gonzalo Barrena
De Sevares a Sellaño, a las puertas de Ponga, hay una carreterina sinuosa y suave, de dieciocho kilómetros apacibles si no se lleva el tiempo contado ni apremia la obligación. Dos tercios del recorrido son de Piloña y el otro, con seis kilómetros de sur y sol, se va abriendo paso entre requiebros hasta depositar al viajero en el cruce de La Estación, ya en la ribera del Ponga y barrios de Sellañu.
La pareja de madrileños que me lo contó eligió esa variante por el interés en arrimarse a las camperas de Cetín, una mota singular entre picachos. Después del paseo, bajaban con hambre por los flancos del Semeldón, bañados en grados y luz por esta primavera de libro que nos está viniendo.
Entre los turistas nuevos hay por lo menos dos variantes: quienes llegan olfateando los cachopos, producto propio de una nación dada a los excesos; y los que toman la senda más sutil de los vegetales, un modo de comer ilustrado y también antiguo. A uno de los madrileños -vete a saber por qué- le apeteció comer unas acelgas, y ahí es donde entran los astros como en cualquier narración: casi al desembocar en la carretera grande, un paisano sallaba los riegos al sol. Mira, si antes lo digo, antes aparecen: son acelgas. Se detuvieron y trabaron conversación con el agricultor, porque el gusto por la comunicación, aunque se va perdiendo, es una cualidad de la especie.
Cuando la madrileña se descaró diciendo véndame unas, el paisano contestó tajante que no. Pero los que saben hablar manejan los tiempos y, tras un silencio, remató la respuesta interrumpida con ese estilo arrogante de la nación: vender no, se las regalo. Así eran, así son, los asturianos.