Gonzalo Barrena
Hay un urbanismo desigual que vuelve más habitables unos lugares que otros.
Cuando el diseño de los espacios comunes lo marcaba la Iglesia, oiga, los anfiteatros de las construcciones religiosas estaban pensados para ser compartidos. Había soportales por si llovía, había boleras en el perímetro y los rapaces jugaban como si no hubiera un mañana exprimiendo hasta la última gota los espacios de juego, que eran muchos, casi infinitos. Una higuera, un roble, la vara de un carro, como los estandorios, las propias ruedas, todo…se prestaba a la noble y provechosa acción de jugar.
La otra tarde en Sobrefoz, un pueblo de Ponga de plazuelas moderadas, pero bien surtido de ellas, una primavera declarada logró que el sábado “de gloria” hiciera honor a su nombre. Pero quienes lo supieron disfrutar, como recuperando aquello, fue la legión de rapaces que, entre residentes, visitantes y mediopensionistas, se empoderó -ahí va bien el palabro- del presunto parque, con sus escaleras, de la red de caleyes que entreteje los casares y, sobretodo, del veterano arte de jugar.
Las madres, padres, abuelos, tíos y ese coro cada vez mayor de neopadrinos que alivian a los progenitores, seguían de reojo las evoluciones de la chiquillería, sorprendidos por la resurrección de la infancia. Una herida minúscula, en la rodilla de una pequeña, fue atendida con cirigüeña por otra niña algo mayor, y se reanudó la diversión al punto, porque en los días felices no hay tiempo que perder.
Al contenido urbanismo, con sus plazuelas, se sumó el enclave de Sobrefoz: la aldea se añera entre los tajos del Ponga, la cobertura es desigual y la wifi se escosa pronto. Con lo que los videojuegos no pudieron tapar los juegos, y los críos no pararon de correr, esconderse, saltar, discutir acaloradamente los incumplimientos del escondite y recordarnos a todos el tiempo en que la infancia era una etapa psicomotriz.