En la imagen, la antigua «Tataguya», por Francisco Lago.
La longaniza
Gonzalo Barrena. Periódico El Fielato, 25 mar 2020.
Corren días de recuperar cosas y de fijarse en esa generación que remata con riesgo una vida que comenzó con él, en la posguerra. Una generación que, si hay salud, sabrá conformarse con lo que llegue al puchero mientras las demás, nuevas en esto de la excepción, van entrenándose en la pérdida ordenada de derechos.
En la cesta de la señora que iba delante de mi, en el supermercado, asomaban dignas de todo crédito en la atmósfera sospechosa que respiramos, cuatro «Longanizas de Avilés». Cómo me presta que la ciudad industrial donde crecimos tantos asturianos, haya logrado acutar esa salchicha larga y obrera, poniéndose a la vera de Frankfurt sin despeinarse.
Cogí al vuelo la idea de la señora, abandoné tranquilo los productos manoseados por mi, y fui a repescar longaniza a la sección de embutidos, muy recuperada hoy de la contrapropaganda vegana. Cogí tres; y una de ellas, enroscada entre patatas salpimentadas, la comimos a las doce, disfrutando un menú de la España emergente en medio de días tan cenizos. Durante un rato, permanecí entretenido por las imágenes del Tataguyo, ínclito bar del extrarradio avilesino, que logró conservar un halo de habitabilidad en medio de la catástrofe. Entonces era fiesta y lujo comerlas allí, y volvió a serlo en mi casa hoy por el plato que se fulminó sin tontería: de la fuente central iban menguando las patatas, un repollo sin protestar que olía casa de antes y las rodajas, ay las rodajas, que iban retirándose a la velocidad de las monedas en manos de jugador.
Uno de los rapaces se quejó, llevándose a la boca la última de las rebanadas, un cachín de nada amarrado al cordino y al metal, tantas veces despreciado en tiempos de pizza y libertad.