El Mole, o la bondad
Las lluvias de todo un mes han terminado en días de hielo y frío, como este 14 de diciembre de 2021 que se llevó la vida de El Mole, hijo de Pedro el molinero y de cuyo oficio le viene el nombre al amigo que nos deja.
Los apodos viajan a través de las generaciones con más derecho que los apellidos. Recuerdo a Pedro el padre, entrando en el colmado de Pepe Carbajal a ratos libres de molienda, enfundado en azul, los chanclos a la puerta, y envuelto en un halo de blanco porque siempre nieva sobre la monxeca. De la tarea perenne del moler, heredó el hijo su nombre; y de padre y madre, el reposo y el temple, que también se transmiten.
Éramos de un tiempu y vacación, porque aunque yo vivía en Avilés, a cada verano volvía a encontrarme con la sonrisa del Mole bajo los rizos. Qué luz tienen los días de infancia; días con tantas horas como las piedras del Sella, a cuya orilla pasábamos tardes infinitas.
Cangas de Onís es una ciudad pequeña y compleja, pero con algunas cosas indiscutibles. Una de ellas es El Puente y otra el río. Desde muy pronto vi al Mole asociado a ellos, sentado en la piragua de un Club que no se entendería bien sin su presencia continuada. Como tampoco el fútbol o el San Antoniu de Cangas.
En los tiempos de futbolín y Borinquen, con el olor de los cafetales que vuelven a sentir, pude compartir con él jiras y kermeses, nombres y sones que pertenecen -como nosotros- a otros tiempos de vivir. Pero en los días de él, El Mole no fue distinto a ninguna de sus etapas: repartía juego entre la pandilla, era inclusivo, el enjambre de rapaces -por su lado- lindaba con el mundo. Qué fácil resulta la aproximación a un universo donde hay alguien que siempre opera como casco azul.
Que su segunda juventud y madurez también las invirtió en el común, lo prueban nombres como El Cánicas, El Güeña, Sofesa, El Sirio o La Llongar, a quienes corresponde honrar su memoria con el recuerdo que merece el ausente. Yo sólo quiero despedirme de él con las tres percepciones que envolvían al niño y persistieron en el rapaz, en el joven o en el padre de piragüistas, es decir, siempre: su nobleza, su sonrisa y su generosidad.
Cangas de Onís es como un carrusel: permanece fija entre ambos ríos y gira sobre sus señas de identidad. Un abanico de ellas se compone de vecinos que cruzan el pueblu en bicicleta, por encima de las épocas, y a quienes todos vimos doblar -inclinándose- hacia la carretera de Castilla. En la memoria compartida de la pequeña ciudad, descanse esa imagen de El Mole, o la bondad.