La mujer muerta
La estribación rifeña que se cala en el mismo mar, tajada por la frontera de Benzú, deja un perfil y una incógnita a merced de la percepción, que el pueblo ha dado en nombrar con el periodo verbal de “La mujer muerta”. La orografía, también en este caso, hace justicia al topónimo, aunque lo más interesante del asunto reside en el estado de la figura yacente, que a los ojos del mirar común aparece sin vida. ¿Por qué así, y no dormida?.
Ciertamente, las líneas del Jbel Musa, que distribuyen aguas a uno y otro lado del monte, evocan una imagen de reposo. El descanso momentáneo, o eterno, es la resultante natural de la fotografía que, cuando hay retina y cielo limpio, se inocula en los ojos del viajero. La memoria, después, acuña con facilidad la sugerencia, quizá como consecuencia de un prejuicio común: sólo vemos lo que estamos predispuestos a ver.
Porque nadie ha visto jamás a una mujer madura, con responsabilidad familiar en esa pose: siempre que los hombres o los niños se levantan, ella está en pie. Busca el agua, los alimentos, trabaja. Cocina erguida, cose, cuida del ganado. Y en el regazo, o en el rabillo del ojo, siempre un retoño cuya vida y pasos hay que enveredar.
En la memoria visual de los pueblos, es inhabitual el descanso de las mujeres. Parece tan vedado a la observación como sus formas corporales, extendiéndose la reserva religiosa a los estados femeninos de inacción. De ahí que, mientras otras versiones creativas del perfil quieren ver en él un “atlante dormido” (y masculino), en el inconsciente patriarcal esa pose de mujer implica necesariamente su fallecimiento.