El futuro no siempre aparece donde se espera.
Cuando en 1953 Ray Bradbury anticipa en su novela (Fahrenheit 451) lo que les va a ocurrir a los libros, y François Truffaut filma la idea en 1966, con el mismo título, tenían la mente demasiado caliente por la Guerra Fría. Los bomberos que allí queman los libros lo hacen porque el “Gran Hermano” teme a la Revolución, que prende en una sociedad envenenada por la literatura. Y aunque acertaron con ambas obras en el corazón de la pieza, se confundieron de animal: el monstruo que amenaza el papel vendrá a ser otro, aunque la intención y las fechas coincidan. La distopía de la película está prevista para 2010, ciertamente, pero no hace falta fuego sobre el papel ni perros que detecten por el olor a los disidentes, basta con anegar el tiempo de la personas con basura digital para desterrar la lectura y su placer. ¿Qué se puede hacer?: lo primero, controlar los daños.
Nuestra especie viene hablando así, más o menos como nosotros, desde hace unos 70.000 años. Llevamos 5.000 de escritura, quinientos y pico de imprenta y apenas unas décadas de “cibercultura”. La recién nacida, una hija mestiza de dios y demonios, está a punto de liquidar la prensa escrita y el oficio de periodista, con sus amos a salvo en el mundo de las redes, desde donde continúan disparando sobre el librepensamiento. No obstante, aunque la nueva peste ha arrinconado los libros, no ha conseguido acabar con el papel.
Es muy difícil sustituir el doble tacto de una edición: la textura de la hoja en las manos y la suavidad en la retina jamás habitará en la caverna de las pantallas. Por no hablar del momento ingrávido en que se detiene la lectura, y el pensamiento se eleva como un pájaro con algo en el pico. Todos los libros son un oráculo que supera, por desborde, la presunta interactividad de los dispositivos. Hablan sin estridencia al lector, respetan su concentración, no lo bombardean con banalidades.
Y además, en la era del ensimismamiento, siempre serán un objeto, algo físico que compartir al modo en que la comida circulaba en los trenes de baja velocidad, cuando los pasajeros tenían la ocasión y obligación de brindarse. Hoy, en tiempo de masas, prisas y renta, seco en ideas, pasarle a alguien un título preciado supone hacerle un signo encriptado de resiliencia, pues cada libro de papel es un depósito como el que, desde el cielo de Pimiango, reparte entre los cerebros individuales el agua que acarrea el escritor.
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Gonzalo Barrena.
Publicado en la Revista Chicoria (en papel y en Pimiango), en marzo de 2024.