El Fielato, 19 de junio, 2024.

En la Atenas del siglo V, los llamaban “metecos”, con la intención de señalar su condición de extranjeros, de no ser ciudadanos de cuna y derecho en la ciudad que les daba de comer. Muchos de ellos eran también profesores, como aquí, pues las clases acomodadas o las exhaustas no suelen o no pueden dedicarse a formar a su juventud. En la mesa bien abastada de treinta y tantos, el día de San Antoniu en Cangues, no había apellidos indígenas entre los enseñantes.

En cierta ocasión escuché una frase parecida a esta: “Genaro murió después de las cinco, porque ya había pasado el coche de los maestros”. En aquel pueblo de la montaña gallega, los profesores abandonaban el pueblo con puntualidad kantiana, pues sus casas echaban humo -es un decir- en suelos metropolitanos, tan ajenos a la lengua como al paisaje de los escolinos.

Hoy, con un timbre que suena entre las dos y las tres en los Institutos del Oriente, una legión de profesores sale pitando hacia otras Asturias, conciliando vida con carretera principalmente, a costa de tiempo y combustible propios. Paradojas de la era gas-oil.

Por eso hay que celebrar el gesto a contracorriente de estos maestros que invirtieron el día libre en el suelo parroquial, en medio de una inflación de saludos procedentes de críos, padres, madres y parejables, escanciando y convidando sin parar a los transeúntes.

Lo único que, como ocurría antes en las aldeas, se casan demasiado entre ellos, con ese miedo entre pequeño-burgués y ancestral a abandonar la endogamia. Así que intercambiar oficio por apellidos, compartiendo fiesta con los oriundos, y traer parejas liberadas de la profesión, siempre inyecta aire fresco en la atmósfera cargada de la respiración gremial.