Las Naves de Balsera, al pie de la ría de Avilés. Imagen de Maia Rozada.

Gonzalo Barrena.

La Nueva España, 10 de noviembre, 2025.

Razón geométrica

A vista de dron, la planta sobre la que se levantan las Naves de Balsera tiene forma de trapecio, esa figura en la que dos de los lados se niegan a discurrir en paralelo. Uno de ellos se mantiene fiel a la ría y el otro se separa del muelle acompañando a las vías del tren, abriéndose hacia la ciudad. En ese solar se aprietan una contra otra las naves del comerciante avilesino que las construyó y que todavía les da nombre.

Tres eran tres, las Naves de Balsera, y la imagen que proyectan al borde del muelle permite decir que envejecen bien. De nuevo, cuando la razón geométrica asiste a la arquitectura y no la deja a merced de la pura necesidad, se revela como tal el arte de construir, los edificios sobreviven a la especulación y no se vulnera el paisaje. Antes bien, se enriquece. De modo que, aunque el Avilés de hoy no sepa muy bien qué hacer con su patrimonio, ahí están esas tres pequeñas catedrales normandas a la espera de su destino.

Como la Plaza del Pescado y las casas con las que arranca la Calle San Francisco, las naves son obra de Antonio Alonso Jorge, arquitecto indígena. El Modernismo, netamente burgués y experto en fachadas, resplandece en sus construcciones, tanto de empresa como residenciales. 

En el entonces, el empresariado aún lo era de proximidad y pasaba mucho tiempo al pie de obra. El negocio general de ultramarinos tenía nombre propio, como estas naves, y Victoriano Fernández Balsera trabajaba y vivía en el centro de la ciudad. Detentar la autoridad portuaria hubo de engrasar sin duda la operación, pero también es cierto que el capitalismo de entresiglos se obligaba complacido a cuidar el aspecto de los edificios. Quedaban décadas para el divorcio franquista entre los principios generales del Movimiento y los de la estética, y no había llegado aún la distopía de uralita y bloque, como forma capitalista de desconsideración pública.

Desde 1.912, las naves de Balsera continuan señalando justo ahí, entre el muelle y el ferrocarril, que el negocio puede ser privado pero el paisaje pertenece al común, y es un acierto el respetarlo.