Marejada en Verdicio. Imagen: Maia Rozada.
La Nueva España, 22 de diciembre, 1975.
Playa Tenrero, Verdicio.
Gonzalo Barrena.
Al oeste de Peñas solamente son suaves los atardeceres. La potencia del agua se emplea con ahínco en todo ese costado del cabo y es necesario estar muy atento en el disfrute de sus playas breves. La de Tenrero es una de las más guapas; por las dunas, por el oro del sable, por los islotes que espigan las olas y por su naturaleza refractaria al modo veraneante.
Hace poco que las playas han dejado de ser espacios de temor para convertirse en lugares de recreo. Aún así, los arenales de Verdicio se resisten al uso masivo, pues son tan bellos como inciertos, especialmente durante la pleamar. Un mero pasear con el agua por los tobillos es peligroso, dado que las olas estallan sobre la propia orilla y pueden llevarse con ellas a quien camina desapercibidamente.
En un acantilado no hay carteles advirtiendo del riesgo porque no hace falta, pero algunas playas atractivas resultan fatales para los desconocedores. La naturaleza opera sin escrúpulo sobre los seres vivos, y por eso en los espacios extremos, como el mar, las cumbres o el desierto, los seres que comen pan -o humanos, como los define Homero- tiran de vírgenes y santos para protegerse. El turista, huérfano de dioses, visita los lugares con inocencia y sucumbe muchas veces por el desaviso. Los cuatro muertos de Tenerife, en el presunto remanso de Isla Cangrejo, componen la tragedia más reciente pero ya los romanos llamaban El Tenebroso al Atlántico, poblándolo de monstruos y realidades inquietantes como advertencia.
A las playas de Verdicio, por tanto, les conviene el paseo prudente y la mirada del pintor, que requiere cierto alejamiento. Los impresionistas advirtieron que bastaba con la atmósfera y la luz, y que no convenía aproximarse al detalle. El hiperrealismo es espectacular, tentador como las rompientes en Tenrero, pero el pensamiento trabaja mejor con la abstracción, que consiste en separarse de la física para que la impresión se decante, para que no se desbarate con la violencia del contacto.
Claude Monet, en su serie sobre el arco de “La Manneporte” (Normandía,1884), maneja con ese acierto y distancia las formas del agua.

