«Vasa» o vajilla en el armario.

El Fielato, 24 de septiembre, 2025.

La vasa

Gonzalo Barrena

Hay palabras que definen toda una época y concluyen con ella. Es el caso de “la vasa”, que se retiró de las cocinas cuando se generalizó el lavavajillas y amainaron las tareas que surtía el cielo varón sobre las manos de las mujeres. La Asturias rural se replegaba y su lenguaje aún más, infestada la atmósfera con el mal español de radios y televisores. Y la palabra coló con muchas otras por el desagüe del bañal, un término también histórico para los fregaderos sin agua corriente. Las cocinas son todo un caladero para la memoria democrática, además de lingüística, pues dormitan en ellas mil y un rastros de la desigualdad.

En la casa, y sobre las hermanas más jóvenes -adultas antes de tiempo- volaba como un ucase aquel trinomio de fregar, secar y recoger la vasa, con los hombres apurando el café desde el escaño, mueble insignia del patriarcado. Afortunadamente para todo, menos para el lenguaje, lo de la vasa se acabó, y el término sorprende hoy a las generaciones, ajenas a aquel tiempo prehistórico que terminó ayer.

Porque fue justo ayer cuando dejaron de poblarse las cocinas con rapaces que hablaban y reían mientras secaban los platos, cuando había que tener mucho cuidado con los largueros del arroz y cuando San Claudio poblaba el reverso de la loza. Todo eso se acabó porque giró el mundo hacia  la constelación de Ikea, se habla poco en las casas y las de aldea mutaron en vacacionales.

Con todo ello desapareció también el latín, mientras la “vasa”, ese neutro de la tercera que se declina en plural como si fuera de la segunda, se recoge entre todos, asomando el nombre solamente cuando los viejos en la sobremesa uncen los gües de la memoria.