Cuando apenas había luz eléctrica, poco cine o ninguno, y aún no había “aparecido en pantalla” la semilla del diablo -o televisión- en muchos pueblos asturianos se representaban obras de teatro. Los maestros residían inevitablemente en las aldeas y la sociedad local se las apañaba para fabricar todo lo necesario, empezando por el entretenimiento. Es verdad que por las calles terreñas, a más de cien años del hormigón, circulaba una rapacería densa y chillona, y que la juventud daba abasto con su poderío a las infinitas tareas campesinas, pero unos y otros gestionaban por si mismos ocio y negocio, sin otra asistencia que la tracción animal, la escuela y las artes médicas. El resto era autogestión, como la del propio teatro, que se las apañaba a ingenio y candil para encarnar personajes imposibles fabricados con ropa de baúl, colorete e imaginación, pues no hacía falta más para construir espacios homéricos.

Hoy, el dibujo a mano, la lectura en papel y el teatro, como el diálogo entre personas vivas, componen las artes de la resistencia, el reducido espacio donde se defiende la inteligencia natural, pues el resto es de las máquinas. Pero en los centros educativos, convertidos principalmente en recinto, las pantallas avanzan y las aulas se convierten poco a poco en auditorios, a costa de la voz propia y de la poesía. Más allá del horario escolar, rutinario y tedioso, la población joven se atrofia desparramada por los sofás, cambiando vida por series, mientras el chat sustituye a la conversación.

Por eso, en esta era de dispositivos y leyes bobas, un periódico, una radio, un equipo, el viaje de estudios o cuatro chavales tocando, como un pequeño teatro con profesor, son el camino natural que puede sacar a la Educación de la inoperancia.