Una sopa castellana
Hay textos de conveniencia, como los que se fabrican en otoño, con la nieve asistiendo a los cordales; y hay días de invierno fríos y secos como los de Castilla, en los que viene a la memoria el gusto por una sopa de esas que sólo saben hacerse al pie de su región.
Que hace frío en más sitios, consta. Que las artes de la cocina responden a su modo, según la tierra, también; e igualmente, que la necesidad de calentarse por dentro, esófago abajo, y repartir después los grados por el cuerpo, es uno de los derechos humanos de quienes madrugan con frío. La sopa castellana tomada en El Páramo de León, a meseta abierta y franca, además de una solución territorial es un verdadero patrimonio de los fieles a ese suelo y a ese frío.
Muy cerca, en las tierras hermanas y fértiles del Infantado, Bañeza adelante, el barro de los polvazares ya colabora con el caldo desde los cuencos. En sus bares con olor a brisca todavía y restañidos de dominó, cocinada sobre brasas de sarmiento, sabe como en ninguna parte la sopa que baña pan, ajo, hebras y huevo, sobre un fondo campero de rigor y escarcha.
El entorno ayuda, vaya que sí, porque afuera, lejos de las glorias, el sol sólo sale por la obligación de ponerle coto al hielo, y al termómetro le cuestan los grados como las deudas al pobre: ahí es el dónde de esa sopa que se sorbe como los auxilios.
Por eso los caldos castellanos tomados así, humeando, merecen una oración sin fin a quien sea, como en la obra del joven Maes (1.655) que viene siendo conocida con ese nombre, en el Rijksmuseum de Amsterdam.