Las dos hermanas
En 1976 dos niñas de cuatro y seis años subían solas por el camino de Villapiés, Amieva, parroquia de Sebarga. El abuelo, entretenido en la ceba del ganado, olvidó bajar a su encuentro y ellas emprendieron el remonte con una autonomía impensable hoy. La mayor llevaba, como podía, un jamón a cuestas, porque el caminar de antes jamás era de vacío. El camión del panadero las había dejado con el encargo en el cruce, frente a Casa Belarmina, nombre habitual de aquella en Les Asturies.
La que llevaba el jamón y la responsabilidad sudaba por el recuestu, y caminaba delante con el cuidado de no devolar entre los quiebros del relieve, pues la pequeña, que se rezagaba, lloraba cuando perdía de vista a la hermana mayor. Siempre que hay dos, una carga con el mando y otra se ampara. Sin embargo, como la encomienda era común, la mayor se adelantaba unas decenas de metros, siempre a la vista, y dejaba el jamón contra les castañares. Entonces, volvía sobre sus pasos y cogiendo a la chica de la mano –entaína, Mari Luz– recuperaban juntas el trechu que las separaba de la posa, un nombre para el alivio de carga y pendiente.
Y así discurría el tránsito de las rapazas, camino de Solosedos y la Xerra La Vega, nombres que revelan los pasos y la escabrosidad, y así pasaba la infancia antes de la sobreprotección. Las distancias se ganaban a pie, como el nombre del camino; no había sillitas, ni cinturones de seguridad, ni siquiera coche en cada casa, y la conciliación del trabajo se entendía al revés, completando la labor entre todos, tuvieran uso de razón o no.
Cuando el güelu las vio aparecer, afanadas pe la caleya, soltó la traente y se fue a elles con la ternura de los que son doblemente padres: no-i lo digáes a la güela, por dios, borió mientras las abrazaba, a cuenta de ese empoderamiento que hay entre las mujeres del norte.