(Cuarto artículo de un conjunto de cinco textos publicados a principios de 2015, en vísperas de las elecciones generales y autonómicas)

LOS POETAS ANDALUCES

Hablaron tres andaluces en el caserón. Y escuchaban los asturianos de la izquierda viejinueva con tanto respeto como dureza de oído para la mística augusta del sur. El buen dios de la mezquita le ha otorgado a Julio el privilegio de cumplir años con salud pero no le ha retirado ni un ápice de esa solemnidad excesiva, tan propia del sufismo de Al Ándalus.

Solemnidad compartida por un Monereo redundón que inundó la taberna de L’Argañosa con voz de ultratumba. Una voz que podría haber amedrentado a los marineros más audaces de la política, llenando el aire del caserón de advertencias que ni unos ni otros van a respetar. Porque Monereo habló a xente en clave de chigre: asturiano, loco y vano, poco fiel y mal cristiano.

Los andaluces tienen algo socrático en el sacar de dentro las cosas, sea flamenco, romances o dignidad. Si una tierra da ERES, otorga también a sus habitantes el antídoto para compensar el donaire para el desvío de fondos. Aunque lo peor de la corrupción no está en los trincones, sino en la sutileza con que -quienes comparten carnet- miran hacia otro lado. Monereo no. La poesía andaluza es digna y está a muchos anillos de la picaresca, que hasta el caso de la Volkswagen se asociaba al sur y a las humanidades. El problema de la poesía política andaluza es la solemnidad excesiva con que arropa la actividad pública, sin darse cuenta de que bajo la alfombra de la oportunidad, momento Podemos, entra en masa toda una legión de desaprensivos, una verdadera casta de oportuneros sin fronteras que vuelven angélico el mensaje, casi un incienso para blanquear los avatares del tráfico en los emergentes. Este momento de caserón que vivimos ahora recuerda el ambientillo dialéctico entre los gangs de Nueva York (Scorsese, 2002), donde “nativos” y “conejos muertos” luchan por su propio hueco en el asalto a los palcos del Campoamor.

Los más sospechoso de Anguita de Córdoba y Monereo de Jaén, poetas andaluces de la política, es su canonización en vida. Cuando a alguien se le rinde homenaje y no ha descubierto la penicilina, una de dos: o está muerto o lo quieren sonriente antes de fosilizar, como dice la canción de Siniestro (Pueblos del mundo: ¡extinguíos!, 1992). Porque las sociedades suelen canonizar el pasado para poder manejarlo, no sea que resucite y le vaya a dar por cantar verdades.

Menos esa modalidad española de comunismo hipersensible, que en lugar de homenajear a sus notables, los traslada a la Siberia del olvido.