Mercaos

Ahora que el capital huye despavorido, camino de oriente, quizá vuelva el tiempo de esos otros mercados, los de verdad, los que tenían nombre de villa, apellido semanal, y se abarrotaban de cestos carreteros con los milagros propios de cada estación. Ahora piescos, ahora guindes, luego manzanines rayones de los pomares, castañes a rebatina en su tiempu, nueces de sabores perdíos, tou eso que sepultaren los hipermercados, donde ahora viven amarradas a las cajas las mismas manos de mujer que tanto sallaron.

Pero precisamente ahora, insisto, quizá venga una nueva juventud para los plantadores y removedores de la huerta local, por ejemplo, o de las carnicerías que digan y vendan, con palabra de honor, ternera de per equí.

Porque coinciden demasiadas veces los camiones de Silvota con la morgal del turismo, haciéndose todos trampa en el vaiveque, una nueva forma de picaresca comercial que se extiende con el público masivo, buscando cosas y quesos lontanos que, pámique, venían a la plaza en la misma caravana y en el coche de atrás.

Y miren qué sencillo sería volver a plantar con semilla y saber de la abuela, y con un curso de descompresión adjunto, no sea que le vaya a dar algo a quien muerda un pimiento patrio, como los de La Cabaña, y le venga un subidón de cuando la infancia, con esos sabores, digo, que parecen sacados de la lámpara de los recuerdos y que rehabilitan la tan vapuleada y maltrecha idea de sabor.

Al fin, el plano de ese tesoro que conduce a los marcados veros no sería tan difícil de seguir: sólo hay que abandonar el “lo mismo me da que me da lo mismo al comprar”, y enveredarse hacia la conocida senda por donde se han ido los huevos de casa, las patatas sin congelar, los pollos con pluma, los tomates, la lechuga, los arbeyos y todas las cosas que, malamán, dejaron de saber a ellas.