Poligoneros

En los poblados industriales de ENSIDESA, años sesenta, no se conocía el término porque todas las mozas eran de barrio sin saberlo, al igual que nosotros, los chavales; y cuando alguna muchacha cogía el autobús directo al burgo de Avilés, sin paradas ni amigos entre las calles de su infancia, entonces era blanco de un reproche generalizado, pero ni violento ni agrio porque no solía pasar de sonrisa crítica. Nunca fue agresivo el vecindario con esa forma de debilidad.

Entonces, pienso, no existían poligoneras porque ni había surgido    el punto de vista, ni una televisión naciente había tenido tiempo de depurar la técnica del regodeo, y se dedicaba todavía al darwinismo ingenuo de un millón para el mejor o a ensoñar a obreras con el estatus de reinas por un día, porque el resto había que cocinar, lavar, planchar, limpiar y criar, tareas síncronas, hiperreales y de imposible ejercicio en tiempos de ocio y paridad.

De modo que si el término no pudo brotar en aquel aluvión, fue porque las clases eran de natural obreras y las jóvenes madres vivían esposadas al timón, padeciendo los adolescentes cierta inclinación hacia los bachilleres, estudios que arropan a la peña y retrasan estéticamente la edad fértil. Sociedad emergente que los directores, preferentemente italianos, supieron aupar en el cine a lo más alto de la estética, mientras desde el patio de butacas lloraban merendando, y de fiambrera, los pioneros habitantes de polígono.

Pasó el tiempo. Murieron Franco, el carbón y el acero, y el capital huyó sin que nadie advirtiese en la península la paralizadora onda que supone vivir de la inercia. Por eso ahora, con urbes ya sin obreros -de Visconti- ni educación campesina, ese modo de ser “poligonero” que zarandean las televisiones -concentrado de ocio, camiseta, sexo virtual, rimel, cinturón y gomina- resulta para quienes lo fuimos de domicilio y verdad, sabe usted, una forma tonta y cadáver de maquillaje postindustrial.