Por dos bollos, esperanza
Por dos bollos de pan -y los miércoles un periódico- trepan cada día dos panaderos hasta un lugar de la comarca que llaman El Barredu. El nombre es antiguo y de indiscutible raíz, por la costumbre asturiana de bautizar las tierras según el uso. Un talud que se agrisa con el agua, tanto como la recude, prestó desde tiempos que no se miden pasta de alfar a quienes sabían hacer un cuenco.
Muy cerca de la barrera, vive la paisanina que encarga a los dos panaderos el respectivo bollo de pan. Y queda sola la mujer a merced de sus días, que ya van para muchos, empeñada con las dos camionetas en desafiar la lógica brutal de los mercados. Ellos, los panaderos, van gastando la ganancia en el gasoil del reparto. Ella, que se arreglaba con un pan cada dos días, financia los raids de montaña comprando cada mañana una doble ración. Y entre los tres resisten los envites de la economía presente, quizá sabios, quizá fieles a los mandamientos kantianos del comercio: entre los sujetos fiscales de cliente y vendedor, siempre ha de habitar la persona.
Evidencia que no tiene este gobierno deshauciador, palabra etimológicamente envenenada pues “desahucio” quiere decir “quitarle a alguien sus esperanzas”. Y obligación bien aprendida en la atmósfera ética del rural, que vincula a la muyerina con sus proveedores, éstos empujados hasta los barrios cimeros por el mero hecho de saber que alguien espera; y la mujer, que resiste sola en el casar al canto de las residencias, diciendo en forma de bollo que, si es por ella, la esperanza del panadero no ha de quedar.