Proteger el queso
Cuántos componentes convienen en un buen queso. Ésa es la pregunta principal a la que es necesario responder. Uno es la leche, otro es el pasto, otro el saber hacer. Otro, también, el conocimiento que viaja, de feria en feria, entre el vendedor y el cliente, que si no es ave de paso puede orientar con criterio lo que procede fabricar.
Las denominaciones de origen, las indicaciones geográficas y otras formas de protección están bien, sin duda. Pero son nada si los pueblos renuncian a las obligaciones de la realidad: ellos son quienes asientan las cosas del común, la lengua, la cultura y le leche concreta que se ha de ordeñar aquí.
Un otoño de Onís no muy lejano, en el bar de Moreno, un cuchillo hendía una rueda de queso en determinada fracción. La tayada salomónica generaba a un sen y al otru, imágenes de alta definición, más un taste de paladar y un cuerpo cercanos a lo inverosímil. Demasiadas veces los hechos superan la fábula, y precisamente de ellos arranca el conocimiento.
El gamonéu que linda con El Través y se adereza en Alda, apaña de allí el exterior de herrumbre y el corazón untoso que lo convierten en hijo de su tierra. En las paredes y tombos de Los Beyos, pacieron las cabras de su queso completamente ajenas a los límites municipales. Con el pastor que las seguía, aunque ahora falte, comenzó la historia de esos quesinos chicos de tonalidad amarilla, ligera dureza, sabor un poco ácido y moderada cremosidad.
Pero ahora, cuando merma peligrosamente la reciella, la realidad de los quesos ha de protegerse entre todos, es decir, ateniéndose al clima, geografía y pasto, conservar las artes propias de la casa, cuidar como si fueran urogallos a sus hacedores, y estar el escuchu del pueblo conocedor, que como la trabajó, posee verdadero criterio en los productos de la tierra.