Flores en Llomena

Por la Collada Llomena discurre una línea clara que vierte inclemencias al Sella o al Ponga, según se mire. En el reparto, Viegu lleva siempre la mejor cara, la del sur y la del este, que es por donde nunca se cansan de salir los soles.

A últimos de abril sus campas más favorables amanecían completas de primavera, y en la fana de Llandacéu, desde la pasera, se dio lo mismo que vio Gabriel por la ventana, a la muerte de José Arcadio Buendía: “una llovizna de minúsculas flores amarillas, que cayó toda la noche en tormenta silenciosa sobre el pueblo…y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.

En La Collada Llomena se repitió el amarillo en abril, y quince días de narcisos sustituyeron con justicia la vida, sonrisa y ternura de una mujer que conocí allí, a la bajada de Arcenoriu.

Dicen los que la trataron que, a su primera visión, los ojos cantábricos de María Viejo desprendían un bálsamo de toda la vida, y que su voz y persona generaban el bienestar de las llanas jalladizas, en los puertos. Y dicen los geólogos que, como todos estos montes antes fueron mar, así afloran en el suelo seres cálidos propios de un océano amable. Aquella vez que la vi, en su cabaña, desplegaba cosas sencillas sobre la mesa, mientras la estancia iba volviéndose, en septiembre, cada vez más cálida por su culpa, cada vez más abastada de elegancia. Armando la acompañaba, en sus días, con el culto indígena que le podríamos haber rendido todos, porque con mucho menos, los antiguos fabricaban una divinidad atmosférica, benéfica y celta, envuelta en tamaño halo natural.

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María Dolores Viejo Fernández-Asenjo, exprofesora del Instituto de Bachillerato Calderón de la Barca, falleció el 25 de abril, día portugués también de flores, a los 61 años de edad.