Maruja Toraño.
La primera imagen que tengo de Maruja Toraño ya es tardía en su hoja de servicios: es de 1985 en La Terraza de Arriondas, un bar sin complejos con trozo de tierra, pláganos y mesas de merendar. Allí llegábamos aquel día de piraguas, con menos de treinta años y en vespa, ebrios de juventud tras el viaje apoteósico que cortejaba a los palistas.
En aquel instante de sidra, bocadillos y carne de emergencia, conocí a Maruja. La vi varias veces con su cuñada Agustina, asomando entre cocina y barra, siempre con comida entre las manos, siempre aportando algo a la colectividad. En medio de aquel tráfico vertiginoso, con unas Asturias venidas arriba por el turismo, la movida y la especulación, Maruja encomendó los hijos a La Virgen del Camino, provincia de León, en las antípodas de taberna y fogones. La Terraza de entonces echaba vapor entre las juntas, atendiendo a excursiones de montañeros o jubilados tan prestu como a veladas de boxeo, desfiles o pases de carnaval, sin cerrarse a las nuevas artes del engaño, como el bingo y los mítines.
Y aunque aquí siempre contaron con Marisol, prima carnal adquirida, se fueron los rapaces a León, a por teoría, porque luego las prácticas las hicieron en El Rical, finca de tareas infinitas en las que los curtió el padre, Aurelio, para quien “era muchísimo peor ver a un hombre parado que muerto”. Así que entre las enseñanzas castellanas, el “sufre et labora” y el ejemplo perpetuo de la madre, se hicieron mayores cuatro varones y una mujer aplicada, como aconsejan los sabios hispanos. Maruja Toraño, mujer estoica, alimentaba con actos y palabras esa filosofía antigua, sufrida y lógica, y tan dura como la época en que le tocó crecer, nacida en El Pedregal, junto al Campu La Iglesia de Sevares. Allí no da el sol como en Sorribes y hay que espabilar, por eso aprendió pronto a coser con Villa, el sastre de Sevares, y con el primer desahogo entre costuras compró un reloj.
Enseguida conoció a Aurelio, porque reloj y labor no paran nunca para las mujeres, y supo acomodarse a un bar -La Terraza- y a un linaje, el de los Aramburu, altos, fuertes y peculiares, casi una etnia en carácter y rasgos que reaparecen una y otra vez. Apenas con un año, Mateo, hijo de Celia y Toño, correteaba por el cementerio mientras despedíamos a la abuela entre las flores. En la cara del rapacín, el vigor y los genes innegables del clan. Como en Óscar, Pablo, Nacho y Juan, nietos varones y tan aramburus, que aguantaban el tipo con dignidad y análoga fisonomía: la de un bisabuelo herrador que llegó con el ADN de Robrigueru, casi Cantabria, a vivir a Les Arriondes.
En ese prolijo universo, como en el bar a “todo gas”, participó Maruja Toraño hasta aquel 1985, por lo menos, en que la conocí. Años después, volví a coincidir con ella en la apretada cocina del antiguo Molín, en Cangas, madre del que ya entonces era mi amigo y hermano Óscar. Era por el 96. Los amigos de Óscar, toda la panda de Luciano y mi caso, como las que después fueron nueras, compañeras o amigas, pudieron siempre reconocerse en el afecto de la matriarca y su complicidad. Con ella funcionaban eficaces los pactos sin hablar. Entendía o reprendía sin pronunciarse, porque para qué vamos a enredarnos con palabras si existen el trabajo, la coherencia, la vergüenza torera y la acción.
Durante sus últimas décadas, con casa propia por fin y sin el apremio de criar, echó a latir su corazón de Parres a Kinshasa, atendiendo también las necesidades cercanas de Cáritas. Tuvo humor para componer cabalgatas, disfrazar uno a uno a todos los camareros del Toype, en su día, y armó el Belén de Arriondas año tras año hasta el final, con el reloj marcando los últimos compases de su tiempo “propio”.
Este jueves de pérdida, en el cementerio, tres generaciones de mujeres se dieron la mano, como dice Adolfo García, el antropólogo: la mayor, que se iba, gestora de un mundo familiar que va más allá de los hijos y nos alcanza; las mujeres en producción, heredando el rol con la firme y dulce Ana a la cabeza; y las más jóvenes en el repuesto, aquí Leyre y Marina, quienes lloraban a la abuela con su misma contención, permaneciendo al oído y recuerdo de la “gran madre”.
Al lado, los hijos y los hombres quedamos a la espera de nuevas instrucciones, y un poco colgados, sin ella, como los disfraces de carnaval este febrero.