O que arde (2019), de Oliver Laxe se proyectó en el pueblo de Rozaes (Villaviciosa) dentro del IX Festival de Cine que promueve la Asociación Mediu Güeyu

Gonzalo Barrena.

No es imprescindible que haya muertos para que se sustancie una tragedia. Basta con el deceso de una civilización. Ni tampoco hay que conocer la obra de Aristóteles para comprender la poética de Oliver Laxe. Gallego de raíz y nacido en París, Oliver arropa su vuelta a Los Ancares con una visión certera sobre la tragedia territorial. La muerte fuera de escena que rige el discurso es la de toda una cultura, torcida por el existir como la cuerna de las vacas, exhausta como el caballo que se tambalea en medio del holocausto.

Pero la lucidez no exime al artista de sus obligaciones con la belleza. Sorprende desde el principio -la película arranca con una estética sobrecogedora, titánica- la habilidad de pintor holandés con la que retrata la penumbra. No emplea la sombra ni el gris como recursos, directamente los fotografía. Por eso ni la luz de Vermeer, ni su “Lechera” consiguen emerger en el “area de penumbra” que el director identifica en Los Ancares. En Neurología se define así, como “area de penumbra”, la isquemia o falta de energía que sufre el tejido de toda una región potencialmente viable. En ésta, sin lecheras, sin luz, y con un turismo “Mister Marshall”, nada que añadir al diagnóstico del pintor.

Camino del colapso, sin embargo, ¿son posibles el amor y la ternura?. ¿Puxecheslle mel? (¿Pusiste miel?) dice Benedita, sin “c”, en la bellísima lengua que se escuchó en Cannes*. Toda la narración está entretejida de emoción, jugando magistralmente con el “tempo”, las palabras y los conceptos que componen el arte del cine: en el interior de un todoterreno, fulgura por insinuación un capítulo profundamente afectivo. En la torsión con que Luna, la persona cuadrúpeda, apoya la cabeza dejándose acariciar, otro. En la delicadeza con la que se extrae una vaca-hipopótamo de un llamazal -épica frecuente en los tremedales- una muestra más de talento poético. En éstos y en muchos otros momentos del film -un mero camión de leche discurriendo por el viaducto- se manifiesta la condición esencial del cinematógrafo: imágenes bellas en movimiento, graduadas por un discurrir detenido, ajeno completamente a la prisa de fotograma que asuela hoy las realizaciones. Si además sus imágenes van aflorando entre la herrumbre o el borrín, insinuando poco a poco los perfiles, mira, como nacía la figura en la bandeja y cuartos de revelar, doblemente arte, doblemente cine.

Por otra banda (dicho en gallego), la función que en la tragedia griega estaba reservada al coro, aquí, como relevo de un pueblo agotado, la desempeña un sonido audaz. Musical o no, arroja luz y denuncia sobre el paisaje. Dellos timbres, parientes del cuerno que llama a junta, reclaman patéticos la realidad de un pueblo ausente. La incuria del suelo, el matorral, el olvido manual y demográfico del país, van preparando el terreno para la catarsis del ciclo. Lo que arde, los seres extraterrestres -o máquinas- que vienen luego, ponen fin y fundamento al ensayo visual, la “agnición” trágica que exigía el género, para Aristóteles: el reconocimiento humano del hecho contemporáneo, o fatalidad.

___________________________

  • Nota: envidio, como asturiano, la solvencia de un director que tiene a bien enriquecer los tímpanos de Cannes con la belleza de su decir genuino. Y lamento, como asturiano, el empeño de tantos paisanos en acallar la lengua de los pomares. O asturiano.