Gonzalo Barrena.

8 julio 2020.


La nevera, cuando la abres, te dice cosas. Después de tirar de la empuñadura, el mensaje que ofrece, bañado en luz amarilla, es íntimo. Por eso resulta indiscreta la visión del frigorífico que no es el propio, con tarros y etiquetas inesperadas, exóticas, afines unas pocas y reprochables incluso algunas otras. 

Por unos instantes se convierte uno en voyeur involuntario, como en esa mirada indiscreta y automática que diriges al carro del otro, en el supermercado, cuando te cruzas con él en los pasillos universales. En ese momento se siente uno ajeno a cualquier tribu y comprende por qué no es fácil militar en ningún partido. Somos mucho más distintos de carrito que de cuna, y entonces añoras la facilidad de las hamburgueserías, donde la comida es simple y no necesita interpretación ni dietista, y te disuelves comiendo en espacios genéricos, sin identidad, como uno más por encima de las etnias.

Y sin embargo es ahí, en ese punto cero de cocina, donde hemos de estar unidos frente al folclore del plástico. Lo peor de cualquier burguer o nevera abierta es la sensación de crimen en serie, global, como lo prueba el sacrificio de pavos replicantes o las lonchas internacionales de lo que sea, abandejadas siempre, y separadas por láminas que puedes freír o no, porque el sabor es homogéneo.

Por mi parte confío en salir del Covid y de la nevera con otros hábitos, e ir dejando en la cuneta del consumo la tentación de elegir productos con más envase que contenido, y pienso buscar bares o tiendas con personal sin audífonos, y hablar con ellos del tiempo y de cosas vanas, mientras digo ponme un poco más, contribuyendo como cliente a reclamar mano de obra humana, valga la redundancia, frente a las putas carcasas.