Gonzalo Barrena.

Era antes del cambio. Apenas quedaban bicicletas de piñón fijo, pero aún no se habían extendido los mecanismos de cambio. Y como los coches no abastaban las carreteras, a principios de los 60 florecía la bicicleta como medio de transporte personal.

La década se estrenaba en blanco y negro sobre dos ruedas, catalina -en singular- y un único piñón. En las pendientes, la bici se llevaba del ramal, como el resto de las caballerías. Eran los días de Bahamontes, que acaba de ganar el Tour de Francia y se imponía año tras año en las categorías de montaña, quizá porque el franquismo puro y duro ponía la vida cuesta arriba, y al pueblo no le quedaba otra que estar en forma.

Hoy, como entonces, a lo largo de las “cangas” de Cangas de Onís discurren caminos de ribera. Sus pendientes son suaves, más aún tras haberse extendido el asfalto sobre el macadán antiguo, un piso muy aceptable para las bicicletas. Casi todas llevaban un portabultos que se usaba como sillín de conveniencia. Era el asiento de los críos, porque entonces había más, y cada progenitor siempre llevaba con él por lo menos uno.

Desde el sillín, verdadero privilegio en una infancia austera pero no menos feliz, el niño notaba la fuerza del padre en los remontes; y la presión sobre el pedal, venciendo la cuesta, enviaba al pequeño pasajero de pantalón corto y calcetines, un mensaje protector.

Hoy las bicis vienen provistas de muchos cambios, casi tantos como los de la época, y reaparecen los niños en ellas, ceñidos por sillas envolventes y dispositivos de seguridad. Seguro que los pequeños continúan percibiendo la fuerza del criador en el pedaleo: a veces el futuro mira hacia atrás, y no todo van a ser males, biológicos o digitales, en el tiempo-pandemia.