Gonzalo Barrena.

Después de unos días en Ceuta, he regresado a la Península con algunos conceptos a remojo. Uno de ellos es el par “moro/cristiano” en la Ceuta de los traductores. Los nombres cobran significado en la escena local, compuesta por un lugar físico y una conversación. De ahí salen los nombres verdaderos. Los que se inculcan desde los medios y el poder son imposiciones, y nunca llegan a adquirir la autenticidad del pan recién horneado.

En Ceuta se distribuyen los adjetivos de moro y cristiano con la naturalidad de quien reparte naipes en el juego, sin emotividad, sin cargas, sin prejuicios. Apenas un apellido que se añade para aclarar de quién se está hablando. Los adjetivos de religión, en la Ceuta de los navegantes, sirven para tener tan solo cierta noticia de los mares.

De ahí que los moros con quienes departí estos días, como los cristianos, eran más de barrio que de religión. Y los barrios siempre son incompletos, como la infancia, y limitan con el futuro del individuo, que enhebra su tiempo después con estudios, residencias y profesiones insospechadas. El barrio es la antesala del mundo.

En los de Ceuta, además, convergen colectivos y miembros que no encajan del todo en ningún padrón. Algo natural en una geografía de frontera donde la identidad queda hecha añicos por la tectónica. Continentes, mares, países e infancias se aprietan en esta península que consiste en quedarse con algo de cuantos pasan.

Como en aquellas polis antiguas del mediterráneo oriental, donde nació la Filosofía, en esta moderada ciudad la identidad es transeúnte. Por eso es normal que a un residente cualquiera, tomado al azar, le aparezca “el otro al espejo” cuando se pregunta -en puridad- en qué consiste ser ceutí.

El Faro de Ceuta, 23/10/2023