No hace falta ser amante de los gatos para reconocer que, bajo el pequeño viaducto que se eleva con el fin de sortear el Foso, hay una notable muestra de humanidad. Pulcramente organizada, la Colonia Controlada Cas acoge con acierto decenas de gatos sin collar ni dueño.

Es cierto que son gatos, sí, y que hoy, a donde quiera que uno mire, hay personas en situación vulnerable, pero la comparación vale también para otras prácticas de la sociedad de la opulencia, abarrotada de gastos obscenos, indiscutiblemente prescindibles.

De ahí que, dedicar tiempo y esfuerzo a contrarrestar el desamparo de una especie cercana, de delicados movimientos y carácter independiente, no supone descuidar otras responsabilidades. Al contrario, la sensibilidad hacia los seres pequeños es un broche en la solapa de las sociedades avanzadas. Pero ¿qué tienen los gatos que concitan tanto consenso en el arrope?.

Una tarde de río e infancia, ya lejos, bajaba una saca entre los rápidos. Enseguida nos dimos cuenta de que unos atenuados maullidos navegaban con ella. Detuvimos el juego y el curso del convoluto, rescatando de su interior dos cachorros empapados de miedo. Los secamos al sol y buscamos alimento, pero tropezamos pronto contra el muro del mundo adulto. Ninguna de las casas quería hacerse cargo de la inflación felina, y los vecinos, campesinos todos, interpretaban aquel crimen como un control inevitable. La sociedad tradicional es ajustada en recursos y derechos.

Para comprender la empatía de hoy con el mundo animal es necesario volverse niño y hablarle de tú a tú a la bondad, que entonces se tiene a flor de piel y no ha sido sepultada aún por las durezas de la existencia. Los Derechos Humanos – o de los animales- son un intento de recuperar la infancia social.

Y conviene recordar que, generalmente, quienes expresan desdén ante el amor por los gatos de la calle, suelen pasar de largo ante situaciones de necesidad, siempre en dirección contraria a la filantropía.