Estos días de sol, en las primeras horas de la tarde, uno se confunde con la hora. Su luz cobra una fuerza de primavera pero el ángulo, tan cerrado, hace pensar en que se acaba el día cuando apenas son las cuatro de la tarde. Las paradojas.

Y como son tardes hermosas, coinciden en el sendero diversos tipos de caminante. Quienes lo hacen por prescripción, los que disfrutan del paseo, los corredores -que cada vez son más- y el campesino en sus horas de solaz, durante las que siempre se dedica a observar algo. Cómo baja el río, qué dicen los pájaros en los días fríos y si ya tendieron la flor los avellanos. Un paisano va mirando, de tanto en tanto, las matas que salen al borde del camino. ¿Qué le ocurre? ¿Perdió algo?.

– No. Estó buscando un espinu pa trasplantar.

El invierno bien entrado, que es decir febrero, tiene cosas propias de la primavera. Con el desorden de las estaciones, aún más. En cualquier caso, el agricultor sabe que enero, febrero y marzo son los meses de injertar, o de preparar esa acción tan antigua de hendir en el sueño del patrón, el proyecto de la vara y sus brotes. Si todos los ciclos biológicos resultan sorprendentes, el arte del injerto tiene un pie en lo sobrenatural.

La espinera es un árbol rudo, que madruga con el año. Sabe por enjuta defenderse del frio y de la altitud, así como ser punzante con el cuerpo de los animales. La dureza que lleva de raíz brinda al esqueje ensamblado una resistencia providencial. Y como la savia del espino despierta antes, llama a la puerta del injerto con la fuerza descomunal que da la tierra, resucitando en otro frutal.

Gonzalo Barrena, El Fielato, 7 de febrero de 2024.