Gonzalo Barrena. El Faro de Ceuta.

En una conversación sobre identidad religiosa y cambio de fe, que derivó enseguida hacia el armario de los géneros, de cuyo viceversa salen hoy parejas de tantas especies, un gaditano concluyó: “a mi, lo que realmente me gustaría es convertirme en suizo”.

No sabemos si, camino de Suiza, el sentido del humor se quedaría en Los Pirineos, franquearía los Alpes, o llegado el caso, podría marchitarse con la eficacia de la calefacción helvética, que es mucho más intensa que su empatía. Pero lo que sí se desprende del deseo de volverse suizo es la dificultad del ciudadano medio -y la imposibilidad africana- para obtener pasaporte de pleno derecho en un país avanzado. Así son de huidizas las patrias cuando no eres rico.

El trabajador en precario, que en ocasiones roza la esclavitud, puede lograr un sitio en pupitres y salud, sí, pero sin venirse arriba en domicilio, universidad y ortodoncia, porque con esa leche el sistema amamanta únicamente a los patricios. Para el común, es decir, la mayoría, queda la patria de las birras y la libertad de tatuarse, dos modos que tiene el pueblo de expresar su escepticismo con los valores universales.

Ahora bien, la habilidad de los Estados para retomar el vínculo con la cantera y enviar al frente a los muchachos sin padrino es conocida. Ahí entran a ondear las banderas, un color y una abstracción que no siempre están al servicio de la población. En el semblante de los militares se percibe hoy una severa preocupación. Todos han jurado lealtad a la nación que pone en su pasaporte, obteniendo una relativa reciprocidad en forma de salario, pero la tercera guerra mundial, que será la última, puede borrar el mapa que conocemos y convertir a todos los que sobrevivan, suizos incluidos, en apátridas.