El áleo, con tilde o sin ella, es otro de esos valores recónditos que atesora la Ceuta secular. La frase de Pedro de Meneses, “con este palo me basto para defender Ceuta”, pronunciada en 1415, recuerda uno de tantos vaivenes entre África y Europa por el dominio del sitio, y que ahora releen con interés las monarquías del Estrecho: la española, con mando en plaza, y la alauita acechante.

En cualquier caso, el aleo es un bastón de acebuche, la forma silvestre que tenían los olivos antes de ser domesticados por el beneficio del aceite. Los entrenudos de la vara y su rudeza remiten a tiempos crudos, y a ese acierto que se extendió de puerto en puerto sin patentes ni marcas. Si mirásemos el Mediterráneo como un mar entre olivares, mejor nos iría a todos política y humanamente.

Pero volvamos a la palabra, áleo, tan singular que parece haber sido creada para pronunciarse solo aquí, como si fuese un principio exclusivo de la ciudad. En las polis antiguas -Ceuta lo sigue siendo- el principio, el origen, el poder sobre las cosas se decía “arjé”, una palabra que lleva en su raíz la mano alzada como señal de mando. Entonces, los cetros eran de olivo, pues la máxima autoridad no se fundamenta en la espada sino en el reconocimiento. Que el aleo sea de acebuche indica que el portador hereda una capacidad milenaria, anterior a la guerra y los metales, dado que la cultura del aceite es más antigua que la escritura.

No es de extrañar que la “autoridad general” sobre las cosas de la ciudad haya elegido en Ceuta un olivo ancestral, y un nombre tan particular para significarse.