Cuánto han cambiado las cosas sobre el suelo de las aldeas…
El hecho ocurrió en la parroquia de Sebarga, Amieva, hace poco más de cincuenta años, pero entonces el episodio era frecuente. Con ocasión de un fallecimiento, si la edad y las causas respondían a eso que se conoce como “ley de vida”, la sociedad rural aprovechaba la ocasión para reanimar el parentesco, que era amplio, estrechar las relaciones entre vecinos y restañar o templar las desavenencias.
Las casas enviaban a un representante familiar para dejar constancia de que, entre las labores exigidas por el cielo y la tierra, había que dejar un hueco a la humanidad y acompañarla en el sentimiento. Se decía así. Era así.
Pero también era realidad, y lo sigue siendo, que los jóvenes perciben el fallecimiento -si no es trágico o cercano- como algo que ocurre en otro continente, el de la tercera edad, que está en las antípodas del suyo. Y tienen razón vital para considerarlo así: los días de la mocedad tienen un calendario infinito y reciben a corazón abierto las relaciones.
Pero como en la geografía de entonces los encuentros no menudeaban, y las fiestas eran una o dos, la oportunidad de establecer contacto con el planeta de al lado convertía las obligaciones en devoción. Una hermana y un hermano debatían en Sebarga quién de los dos iba a dar el pésame por un fallecimiento. El lugar era entonces mucho más que el apellido y la casa familiar acompañaba de por vida a quien se nombrase, en las infinitas conversaciones habidas antes de Facebook: había muerto Manuel el del Camperón.
El hermano, mayor, sentenció: “No, hoy voy yo, tú ya irás cuando muerra Eustaquia”.