El Fielato, 1 de mayo, 2024.

Puede parecer un misterio. Puede resultar chocante que sobrevivan hoy formas políticas del XIX, cuando el socialismo utópico no había saltado en mil pedazos por la traca de internacionales, congresos y puñales. Quedan alcaldes comunistas en el ruedo ibérico.

El enigma no reside en el voto religioso de la militancia ni en el número de carnets, que persiste en algunas zonas como las flores endémicas. Es cierto que hay suelos rojos por naturaleza, incorregibles como sentenciaba Borges sobre los peronistas, pero no reside ahí o no solamente, el éxito comunista de ciertas alcaldías: si triunfan o sobreviven es gracias al voto conservador, al voto general de unos vecinos que se comportan frente a las urnas de modo coherente. Ecológicamente, se podría decir.

Una persona de derechas o socialdemócrata, que es lo mismo, cuando le toca gobernar es peligrosamente moderna. Cambia los muebles de castaño por desmontables, considera los edificios históricos como hándicap y gestiona las bibliotecas como carga. Con la ayuda inestimable de forajidos y especuladores, divide el espacio en guetos o moralejas, y luego se aparta a vivir por su cuenta donde se pueda respirar más sanamente.

Sin embargo, cuando a uno de derechas le toca ser residente, mima el común, sean parques, colegios u hospitales, y sostiene a un comunista en la alcaldía por el acierto natural de su intención al convertir en suelo peatonal las utopías.

Un alcalde comunista cuida el común y es conservador con las cosas que valen, jamás tiene sueños húmedos con la macroeconomía, como hacen los del Nora, ni deja irse camino de la gentrificación uno de los bares más guapos de Cangas, como lo era El Enol.