Ir al cine a ver películas junto a otros, desconocidos o no, es una de las artes que componen la resistencia. De esas que, como leer en papel, dibujar a mano, pasear o mantener una conversación gustosa con un humano, nos permiten hacernos fuertes ante la presión de las máquinas.

Por eso conviene reconocer el bien que reparte un cineclub. Primero, porque combate de oficio la soledad no deseada o la que imponen las plataformas, ésas que conducen al disfrute de las cosas en tu celda y confort, una trampa letal para la empatía.

Otra razón a favor de un cineclub está en el que lo lleva -aquí Rafael Morata- que como toda persona viva tiene un modo singular de ver las cosas. Que la actividad tenga un conductor es hoy una verdadera garantía, pues nos protege de la publicidad abrasiva, de la calificación en redes o, lo que es peor, del automatismo tóxico en dejarse arrastrar por “lo más visto. Que haya alguien físico metido en el eje del tiovivo tranquiliza a los viajeros.

Por eso y por más cosas amamos los cineclubs, espacios de resistencia por definición. Sólo en ellos cabe flexionar el horario para alojar metrajes de duración prolongada. Sólo en ellos pueden volver a brillar joyas del cine, o respirar el cine de autor, es decir, el gobernado por alguien con voluntad y empeño creativo, y no por el capricho de taquilla, dopada hoy por todo tipo de intereses e inteligencias artificiales, de esas que se vuelven locas por un click.

De ahí que el cine compartido -en sala o en casa- traiga consigo sello de calidad, facilitando la constitución de una pequeña escuela o club de gusto, allí donde persiste un cineclub.