Entrante de La Covallonga, Gozón.

La Nueva España, 13 de octubre, 2025.

A veces, la geografía.

Gonzalo Barrena.

Contra la Península de San Juan, si lo fuere, se bate el mar en libertad completa, ajeno a las barras que lo amaestran en la ría de Avilés. Ahí, justo al norte de la bocana, las embestidas de agua se lo comerían todo si no fuera porque la tierra se resiste, interponiendo rocas que han perdido todas sus partes blandas. Entre los farallones de cuarcita que ponen freno a las acometidas y el agua sangrando espuma, los pescadores y los geólogos sacan renta al litoral. Es sorprendente que en un escenario tan agreste se logren especies tan sutiles como los peces o el conocimiento.

Con todo, la realidad más esquiva en ese teatro es la propia línea de costa, que en realidad no existe porque todo son interrupciones. Apenas hay continuidad, y los mapas que la cartografían a pequeña escala lo hacen por alejamiento, ignorando los detalles y borrando la singularidad del relieve. La Covallonga es una de esas formaciones cuya naturaleza sólo se percibe al pie, y que explica de golpe la identidad fractal del litoral cantábrico, donde el mar trabaja las vulnerabilidades. Aquí se coló centenares de metros en una cuchillada profunda que sobrecoge desde la rasa, justo cuando el sendero ciñe la quebrada. El camino continúa después zigzagueando entre los tojos, pues nada es sencillo ni suave en todo el espacio que resta hasta los arenales de Xagó.

De ahí que el paisaje, fuera de la ciudad, campe a sus anchas y se exprese; y a medida que disminuye el precio del metro cuadrado, suba el valor de lo real, que deja de ser repetitivo y plano generando, como en La Covallonga y su derredor, formaciones que los cartógrafos resumen como caprichosas cuando no alcanzan a comprender su razón.

A veces, la geografía necesita aproximación estética y física a los accidentes, como en este caso; o como en los prismas basálticos que dibujó Humboldt en el México de Santa María Regla o en los tantas veces filmados acantilados irlandeses de Moher.

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(Los acantilados de Moher aparecen identificados como los “Acantilados de la locura” en la película “La princesa que quería soñar”, de Rob Reiner, 1987).

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